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La noticia decía simplemente que Jackson Pollock, seguramente por tiempo limitado, se había convertido en el pintor más caro de la historia. Un empresario mexicano, David Martínez, podría haber pagado 140 millones de dólares por una de sus pinturas expresionistas. Hasta aquí la noticia. Desde luego, por supuesto, existen razonables motivos para criticar al empresario en cuestión por deshacerse de esta forma de tal cantidad de dinero. Seguramente cualquier tipo de diploma acreditativo de haberlo donado para la compra de vacunas contra la tuberculosis o para la instalación de depuradoras de agua para pueblos africanos adorna igual de lo mismo en el despacho de uno. Lo que yo no entiendo bien es que se aproveche la tesitura para arremeter contra el arte y contra los aficionados al arte, en general.
Javi Moya cita una broma —y si no lo es, realmente mal vamos— de Christian González.
«¿Cuál de estas dos obras os gusta más, o consideráis de más calidad? El de la izquierda es un cuadro de Jackson Pollock que cuesta 110 millones de euros (se ha convertido en el más caro de la historia). El de la derecha es un graffiti anónimo que está en la pared de un callejón escondido en una zona industrial de Bilbao.»
El planteamiento no puede ser más tramposo. Dos pequeños recortes digitalizados al mismo tamaño no sirven en modo alguno para valorar artísticamente lo representado. Es como si te muestran dos fotografías digitalizadas de dos edificios y te preguntan cuál es más alto.
No queda claro exactamente qué se pretende opinar. Descartada la posibilidad de que el Pollock les parezca arte y no el Graffiti —lo que haría por completo superfluo el artículo— sólo cabe suponer una de las siguientes: Que ninguna de las dos obras merezcan ser calificadas como arte —un nihilismo digno de mayor causa—, que las dos lo merezcan —no seré yo quien discuta que esa deliciosa forma de expresionismo urbano que es el graffiti merezca ser llamado arte— o bien que sólo el graffiti lo merezca —la vanagloria del artesanado, un concepto ilustrado, en realidad más que superado pero aún sostenido por multitud de pensadores liberales.— Si este último es el caso, nos habría ayudado, que no consolado, entender que realmente había una intención filosófica o política. Pero sospecho que ni ese es el caso.
Luego, claro, si se pretendía enfatizar que obras valoradas y no valoradas suponen en realidad el mismo esfuerzo del artista, la elección de la que debe competir con la de Pollock no puede ser más desacertada. Un graffiti debe estar terminado en una noche. —«¿Qué te crees, que los trenes se pintan solos?» que protestaba graciosamente el hijo de la televisiva Aída.— En comparación, son necesarios dos o tres días para secar una capa de óleo y poder trabajar una segunda capa por encima. En realidad es una forma, digamos, matemática de calcular cuánto trabajo supone un lienzo: Cuéntense las capas de óleo que lo componen y multiplíquese por el número de días que hacen falta para secar cada una de ellas —¿te atreves a contar cuántas capas de óleo hay en el Pollock en cuestión?—
Pero claro, Javi se sincera: No entiendo de arte. Y, por supuesto, espera una complicidad en forma de cientos de comentarios de esos de yo tampoco que le rediman de su maldad contra el arte y los que lo disfrutan. Y va y los tiene.
Lo he explicado muchas veces: De arte no se entiende o no se entiende. Inicialmente el arte se disfruta o no se disfruta. Después se aprende lo que hay detrás del arte. Irremediablemente se acaba sabiendo del arte e, idealmente, después de saber del arte se sigue disfrutando.
Lo de entender o no entender suena a eso tan infantil de que se nace sabiendo o no se nace sabiendo. Como cuando de una herramienta se pide que sea intuitiva como algo más importante que el hecho de que sirva o no sirva para la tarea para la que es concebida. Me irrita profundamente que se niegue la capacidad de aprendizaje de las personas. Negada ésta, se asume que la única diferencia entre chimpancés y seres humanos sea el tamaño relativo de los testículos.
En los comentarios, se recurre a uno de los tópicos más falsos y a su vez más recurridos, el que habla de que ciertas obras de museo están al alcande de cualquier alumno de primaria con una caja de témperas. Bien, en realidad quien suele hacer esta apreciación en realidad nunca ha probado ninguna de las dos cosas, ni perder una tarde en un museo, ni darle una caja de témperas a un alumno de primaria. Lo primero, seguramente porque suele ser gratis, y ya se sabe que la cultura que no cuesta dinero no es ocio, es sólo cultura —en el debe de todos nosotros, usuarios de las redes P2P, el haber convertido una herramienta potencialmente tan valiosa para enriquecerse culturalmente en un simple medio de abaratar el ocio.— Lo segundo, claramente, porque un niño con material de pintura es un niño que se mancha, tal y como un niño que lee es, peor aún, un niño que hace preguntas. En comparación, una niñez enganchada a la PSP transcurre más plácidamente para padres e hijos. Si recién estrenada la adolescencia, deja la consola para pasar a gastarse la paga en pirulas, siempre por supuesto resultará lo suficientemente socorrido echarle la culpa a cualesquiera otros niños con los que se junta el nuestro.
Es posible la reducción al absurdo. Puesto el mismo alumno de primaria frente a un piano y obligado a tocar teclas al azar, es posible que haya quien no distinga el resultado de alguna dodecafonía de, digamos, Schoenberg. Obliga sin embargo al mismo niño a prescindir de las teclas negras y el resultado en realidad se parecerá igual de poco a la sonata en Do mayor de Mozart.
Así pues, los autores de la broma habrían hecho mejor en reconocer su condición de ignorantes. Porque no hay nada peyorativo en la ignorancia. Se trata de esa deliciosa condición humana que supone que todo el camino queda por delante esperando para ser recorrido. Otros en realidad sólo hemos empezado a caminar. Y nunca llegaremos a final alguno. La más maravillosa de las sensaciones que quien decide explorar el mundo de la cultura puede sentir es aquella que consiste en, disfrutada por primera vez una obra, descubrir que hay diez, cien más relacionadas con ella que disfrutar a su vez. La metáfora de la punta del iceberg se queda pequeña.
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