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En las películas —entiéndase, en las americanas, es decir, en las buenas— el aficionado a la música clásica aparece siempre como un amargado que pasa las horas escuchando óperas de Mozart. Curiosamente, en las mismas películas —las americanas, o sea, las buenas— los aficionados a la música Rock están siempre escuchando cosas nuevas e increiblemente molonas. Nunca aparecen escuchando un grandes éxitos de Creedence Clearwater Revival.
En realidad, las cosas son bastante distintas. El aficionado a la música clásica es generalmente el tipo de melómano que no soporta estar escuchando continuamente las mismas piezas, el que permanentemente busca nuevas sensaciones sonoras y realmente disfruta de las rarezas. Entre los aficionados a la música clásica es común el gusto por las formas de Jazz más burras —Coltrane, Ayler, Brotzmann, Taylor y un larguísimo etcétera— y también por músicas electrónicas o electroacústicas de vanguardia —Xenakis, Stockhausen, Cage, Mumma, Crumb y otro largo etcétera— que harían exclamar «¡ruido!» con voz de alarma incluso a cualquier fan de Alec Empire.
En Vicisitud y sordidez acuñaban esta irónica idea: «La única canción mala de cojones la compone un tal Brahms, con lo cual se demuestra que, en realidad, a nadie le gusta la música clásica. Quienes os digan que sí les gusta en realidad son hologramas». Pues a mí me gusta más esta idea que la de pasar todo el día escuchando las mismas arias, erre que erre. Siempre me han divertido los hologramas, y me apunto a ser uno de ellos.
PD. Brahms nació, como yo, otro siete de mayo. El tipo de cosas que me provocan un injustificado respeto.
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