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«Frente a todo esto, Hamilton se contenta con faltar a la palabra dada —qué queréis, yo soy un caballero español, tú no eres extranjera...— y lloriquearle a su papá para que luego la prensa inglesa y la FIA hagan el lamentable resto. O, mejor aún, poner la clásica carita de cona de niñato sonriente que dice “No sé porque Alonso no me habla...”.
Pero el hit definitivo se produjo tras el gran premio de Hungría. Después de haber reñido por vez primera con Ron Dennis, Hamilton decidió proteger su posición... ¡ligandose a la hija del otro “jefe” de McLaren, Manssour Ojjeh! Para que os hagáis una idea: sólo Ecclestone tiene más pelas que ese buen señor. Ese fue el día en el que Lewis Hamilton se conviertió en Alejandro Agag. Y creo que, puestos a ser un vividor, no necesito explicar la diferencia entre un olímpico como el conde Lecquio y un trepas como Agag. Y, si alguien necesita que se lo explique, que se largue.
Sí, Hamilton saca lo peor de mi. Tengo el hábito de desearle la muerte a le gente e incluso me alegro y brindo cuando mueren ciertas personas. Cuando Lewis se estrelló en los bellos entrenamientos de Nurburgring, terminé pensando si a su papá le harían una oferta de 2x1 en la compra de sillas de ruedas. O si Lewis le copiaría la telemetría a su más experimentado hermano tontaco cuando compitiesen en carreras paralímpicas. Pero no hubo esa suerte.»
En Vicisitud y sordidez dan un repaso a los grandes inútiles de la historia de la Fórmula Uno. Cabe destacar desde luego que se incluya entre ellos a Lewis Hamilton, circunstancialmente actual líder de la prueba. Y es que, la afición a esta disciplina, tan parecida y a la vez tan diferente a los deportes más populares, resulta sin duda peculiar. Lewis Hamilton es sin duda para nosotros el coco. Y sin embargo, nuestro Fernando Alonso no es tampoco lo que se dice santo de la devoción popular.
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