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Tan eminente teólogo como decepcionante persona, Joseph Ratzinger nos deja con su decisión de anular su tarjeta de donante una nueva muestra de la verdadera dimensión de los líderes religiosos actuales.
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Ismael Valladolid
Joseph Ratzinger, portador en público del ridículo seudónimo de Benedicto XVI, desaprovecha cualquier oportunidad de dar un ejemplo adecuado a su figura de máximo mandatario de una iglesia que presuntamente abandera el bien en el mundo, y lo convierte en un nuevo motivo de decepción.
El Vaticano acaba de anunciar que el papa no donará sus órganos cuando muera. Resulta que durante los pasados años setenta, Ratzinger apoyó activamente una campaña apoyando esas donaciones bajo el eslogan «un regalo de vida». En ese momento firmó una tarjeta como donante. Su secretaría privada, en cambio, acaba de aclarar que dicha tarjeta resulta inválida «ipso facto» en el momento de su nombramiento como papa. Ignoramos qué jurisdicción pretende tener el Vaticano en la legalidad alemana. En cualquier caso, el arzobispo Zimowski, responsable de los servicios de salud del pontificado, explica que el cuerpo del papa pertenece a la iglesia y debe ser preservado intacto por si fuese necesaria su veneración en el futuro.
Malas noticias para los cristianos que pudieran necesitar, por ejemplo, una donación de riñón en el futuro. Seguro que les encantaría poder seguir vivos portando un riñón del durante su vida jefe de su iglesia.
Aquella campaña referida es desde luego muy necesaria en la Alemania natal del papa. Su país tiene uno de los porcentajes más bajos de donantes registrados, 17 por millón. Otros países europeos casi alcanzan el doble, y nuestra España se sitúa en una muy honorable posición de liderazgo mundial, con 34,6 donantes por millón. Un dato debería hacer reflexionar al papa. En los Estados Unidos, hay más de 100.000 entradas en la lista de personas que esperan una donación. La mayor parte de ellas necesitan un riñón. Mueren en ese país unas cuatrocientas personas al año esperando por un riñón por no llegarles uno sano a tiempo. Más de una al día. La mayor parte de ellas seguramente cristianos.
¿Está dando un buen ejemplo el papa a sus feligreses decidiendo que es más importante conservar los órganos de su cuerpo fallecido como objeto de veneración que como fuente para salvar vidas? Inconsistente en una fe que exige de las mujeres llegar hasta el final de un embarazo sacrificando sus cuerpos y sus vidas aunque haya graves complicaciones durante el mismo. No estamos pidiendo que no sea posible venerar el cuerpo del pontífice después de su muerte. Sólo queremos su puto páncreas para salvar una vida.
Cabe recordar que para la religión cristiana, realizar con éxito un aborto, incluso con todas las garantías sanitarias, es motivo de excomunión automática. Extraña fe para la que la salud de un adulto vivo es menos importante que la de un embrión aún no nacido.
Si la iglesia pretende seguir resultando mínimamente creíble para alguien, sería una buena medida anunciar que en efecto el papa donará sus órganos tras su muerte. Y que los servicios de salud del Vaticano inicien una campaña para registrar como donante a todos y cada uno de los obispos de esa iglesia que residan en el Vaticano. Mejor aún. Que los que sean aún jóvenes donen ya uno de sus riñones para salvar una vida. Dudamos que para el trabajo de repartir hostias sean necesarios los dos.
Si el corazón de Ratzinger salva una vida, Ratzinger habrá merecido la pena.
Foto de José María Miñarro.
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