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Christopher Hitchens
Sí, sí, sí. A mí también me pareció una gozada guardar cola mientras saludaba a los tan amables interventores de mi colegio electoral, y a los muchos conciudadanos de mi tan colorido vecindario en Washington. Yo tampoco me he quitado la etiqueta con las palabritas «He Votado». Y me ha resultado muy fácil emitir un voto para decirle al Partido Republicano, para quien recomendé el voto en el pasado, que no vuelvan a intentar la misma mierda nunca más. Basta de tácticas de McCarthy, basta de retirarse de la campaña e intentar hurtarnos el primer debate electoral para ganar tiempo para salvar a Lehman Bros. Basta de fundamentalismo cristiano; y de insinuaciones de que sólo aquellos lo suficientemente idiotas para seguir votándoles son «americanos de verdad». Basta de muecas de desprecio en San Francisco como si no fuese una ciudad americana de verdad. A McCain y a su desastrosa compañera sólo cabe desearles que sigan creyendo en una vida después de la muerte durante la que poder seguir muriéndose vivos de vergüenza por lo que han intentado este año.
Podría haber votado por ellos a pesar de todo, tapándome la cara con la chaqueta en la cabina de votación, sólo por intentar ver de verdad un Iraq libre y un Kurdistan autónomo. En tal caso, me habría cabreado mucho la mera sugerencia de que mi voto hubiera sido uno racista. «Histórico», decían los titulares de mi periódico de la mañana —sólo las noticias, si es tan amable—. ¿Las letras habrían sido tan grandes en caso de haber llegado la primera vicepresidenta de la historia? ¿No es realmente histórico que millones de cristianos blancos hayan votado, gane o pierda, por un hombre con padre keniata crecido musulmán?
John Dickerson ha descrito cómo Obama ha tensado el arco de la historia. Fred Kaplan ha escrito un manual de instrucciones para la política exterior del presidente electo. Jack Shafer se anticipa a la inminente batalla entre Obama y la prensa. Juliet Lapidos ha respondido a las preguntas más frecuentemente planteadas sobre la sucesión. Para Anne Applebaum la victoria de Obama es un hoyo en uno.
Pero no nos pasemos de echarle huevos al pastel. Y si piensas que nuestra prensa está adorando sin crítica al vencedor, sólo pierde un segundo o dos viendo lo que dice la prensa internacional. Durante la noche electoral puse durante un rato la televisión británica y la australiana. Por expresar un par de tibias dudas sobre el nuevo presidente, se me recordó a la fuerza en un caso que los primeros catorce presidentes de los Estados Unidos podrían haber poseído a Obama como esclavo, y en el segundo caso que hace sólo 40 años, Obama no podría haber votado en las elecciones, ya no digamos ganarlas.
En realidad resulta que nuestro nuevo presidente no tiene ancestros esclavos y que ninguna parte de su rama parental podría haber sido poseída por nadie, al menos por nadie americano —la esclavitud practicada por los musulmanes en África no es sólo una vieja historia sino una horriblemente contemporánea—. Y hace 40 años la población negra ya tenía representantes políticos, aunque sea en ciertos estados del norte. La objeción que yo hago consta de dos filos. Primero, la elección de Obama es el efecto del cambio, y no la causa del mismo —uno de mis contertulios parecía pensar que Obama era el responsable de la decisión en el caso de Brown contra el Board of Education—. Segundo, una victoria republicana no habría tenido absolutamente ningún efecto negativo en la situación legal o política de los negros americanos, la cual está garantizada por nuestra ley y nuestra Constitución y no puede ser revocada por votos espúreos ni plebiscitos.
El reconocimiento de estos puntos obvios debería al menos alertarnos de un peligro relacionado con el parentesco de la euforia y la histeria. Los que piensen que acabamos de votar para legalizar la utopía —y no exagero al decir esto, ¿o cuánto hace que no lees a nuestros comentaristas?— pueden ir preparándose para una gran desilusión de la que no podrán culpar a nadie más. El Tesoro nacional es una sala vacía en la que resuena tu propio eco. Nuestros enemigos rusos e iraníes son igual de cabrones que cuando parecían sólo repudiar a Bush y a Cheney, las colas de desempleados van a seguir alargándose, y no creo que una dieta de esperanza vaya a solucionar todo esto. Ni siquiera una dieta de audacia, aunque, ¿llamarías audaces a las figuras grises y socorridas que de momento han sido elegidas por Obama para estar en su equipo?
Hay un elemento de «quiero y no puedo» en todo esto, algo que sugiere que, si pudiésemos darle la vuelta al reloj, cada persona blanca con vida se volvería corriendo con John Brown al Harper's Ferry o con John Lewis al Edmund Pettus Bridge. La evidencia que tenemos es la contraria. Abraham Lincoln denunció sonoramente a John Brown, y John F. Kennedy —de la última familia joven y guapa que habitó la Casa Blanca— se sintió avergonzado por la marcha sobre Washington. En otras palabras, hay algo liberador y auto-felicitador en el surgimiento de Obama. Ya ha ocurrido antes, por supuesto, cuando pasamos tanto tiempo hablando de «Nuevas Fronteras», de «Gran Sociedad» o de «Mañana en América». Es sólo que ahora menos que nunca podemos permitírnoslo. Hay demasiadas causas del subprime y del horror derivado que ha destruido nuestra confianza en la idea del crédito, pero una forma de definirlo sería que se le prometieron demasiadas cosas a demasiada gente, y casi todos caímos en el cebo populista.
Más preocupante aún son los viciosos enemigos en forma de estados pícaros con posiciones cada vez más influyentes a lo ancho del planeta —uno de los episodios más condenables de la campaña republicana fue su intento de difamar al senador Joe Biden por su intento cándido de hablar sobre esto—. Aún muchos votantes de Obama parecen creer que el simple encanto de su nuevo presidente va a bastar para influir positivamente en cualquier fuerza hostil a nuestro país. No me veo a mí mismo interpretando este acto de fe, y no voy a consentir ninguna insinuación sobre mi incapacidad para hacerlo.
Visto en Slate Magazine.
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