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Cuanto más sabe la ciencia, cuanto más poderosa es la medicina, más difícil es en cambio determinar en qué momento exacto un cuerpo deja de estar vivo, si es que es posible realmente exactitud alguna. Una fascinante contradicción.
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Brandon Keim
En respuesta a una creciente controversia moral sobre si la mayor parte de los órganos vitales utilizados en transplantes técnicamente son tomados de personas vivas, el President's Council on Bioethics ha emitido un informe en el que definen la muerte cerebral como el momento en el que cesa el compromiso con el mundo.
El informe le da la vuelta al actual estándar neurológico para la muerte que depende de una desactualizada noción de cómo el cerebro es centro de control del cuerpo para los procesos fisiológicos.
La definición de vida del Council habla de un proceso de compromiso, lo que puede sonar a parrafada metafísica, pero que ayuda a que el número de transplantes de órganos no caiga en picado.
«Uno se enfrenta a la elección de decir que la noción actual de muerte cerebral no funciona, y dado que no estás autorizado a tomar órganos de un donante que aún no ha muerto, nos hemos visto obligados a no hacer muchos transplantes, hasta que seamos capaces de explicar por qué el fallo total cerebral constituye la muerte de un organismo» dice Gilbert Meilaender, bioético de la Universidad de Valparaiso y miembro del Council. «Así que ofrecemos una explicación filosófica mejor».
Que la línea entre vida y muerte se vea tan difusa ahora es un fenómeno únicamente moderno. Hasta mediados del siglo pasado estaba claro; cuando el corazón deja de latir, ha muerto. Pero los avances en tecnología médica han permitido a la gente ser sostenida en máquinas que mantenían sus pulmones en funcionamiento y su corazón latiendo, a pesar de que las funciones cerebrales necesarias ya habían cesado.
Médicos y bioéticos proponen un nuevo estándar. Si tanto las funciones de alto nivel como de bajo nivel del cerebro de una persona han cesado y no pueden ser recuperadas, ha muerto, aunque las máquinas puedan preservar la apariencia de una vida. Un cuerpo en esta condición es, en el argot médico, un «cadáver ventilado con latidos». Estos cadáveres son la fuente principal de los órganos vitales utilizados en los transplantes.
En años recientes, sin embargo, algunos científicos han demostrado que cuerpos con muerte cerebral mantienen una temperatura estable, siendo incluso capaces de defecar. Más sorprendentemente, sus heridas duelen, y hay niños mantenidos en máquinas ventiladoras que alcanzan la madurez sexual.
Estas averiguaciones socavan los estándares neurológicos actuales para la muerte, que tratan al cerebro como la clave para integrar y sostener los procesos físicos básicos. Dado que esos procesos continúan tras el cese de la función cerebral, los médicos se enfrentan a tres elecciones; sacar órganos de personas aún técnicamente vivas, aliviar los estándares de muerte cerebral, o volver al viejo estándar de la muerte cardíaca.
Ninguna de estas opciones parece razonable. Tomar órganos de una persona viva es éticamente inaceptable. Aflojar los estándares, atendiendo únicamente a las funciones cerebrales de alto nivel, y declarando como muertas a personas que aún respiran por sí mismas, también lo parece. Volver al estándar de la muerte cardíaca llegaría a requerir a que los médicos tengan que esperar a que un corazón deje de latir para poder transplantarlo.
Y es que la interrupción del flujo sanguíneo durante sólo unos minutos causa daños que hacen que los órganos sean inutilizables en otro cuerpo. Medir la muerte por el cese de actividad cardíaca sería un drástico menoscabo de la donación de órganos tal y como se entiende hoy en día.
«Si estás en lo cierto, y sigue habiendo un argumento persuasivo para mantener el estándar neurológico, entonces el transplante de órganos a la escala a la que hoy en día lo hacemos sigue siendo algo legítimo.»
Atendiendo a la redefinición del Council, el cerebro es importante no sólo porque controla los procesos fisiológicos, sino por lo que esos procesos representan; el compromiso con el mundo.
«Intentamos pensar en organismos comprometidos en su propia preservación. Estar vivo es estar comprometido en ese trabajo. Morir es dejar de estarlo» dice Meilaender.
El compromiso, explica el Council, toma tres formas, apertura al mundo, habilidad para actuar en el mundo, y necesidad de hacerlo. Estos requisitos abstractos pueden cubrirse por algo tan básico como respirar, pero no pueden ser cubiertos por funciones fisiológicas que continúan en personas que han perdido ya su función neurológica.
El informe del Council conscientemente navega sobre terrenos pantanosos éticos y científicos, dice el bioético de la Universidad de Pennsylvania Art Caplan. «Se reafirma la muerte cerebral como un estándar aceptable, y creo que con éxito».
Caplan reconoce que gente en estados de mínima consciencia y vegetativos persistentes, como Terry Schiavo, cuya petición de morir catalizó a la oposición pública en contra de extender la definición de muerte; seguirán siendo considerados vivos.
«A la gente le pone nerviosa que intentemos modificar el estándar de la muerte para conseguir órganos. Tienen miedo de que cirujanos en busca de transplantes se salten la definición de muerte para conseguirlos» dice Caplan. «El informe deja la línea donde debe estar».
«Hay quien discute que deberíamos definir la muerte a partir de las capacidades cerebrales de alto nivel, como que si pierdes la consciencia definitivamente podemos considerarte muerto aunque respires sin ayuda» dice Meilaender. «Pero imagina que tenemos un cuerpo como ese. Yo no lo enterraría. Ha perdido funciones humanas, pero aún no ha dejado de ser un ser vivo».
Es un artículo de Brandon Keim visto en Wired Science. Foto de Ignacio Sanz.
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