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Cuando era un niño, me contaron la historia de un viejo granjero en Vermont. Se estaba muriendo. El sacerdote estaba junto a su cama, preguntándole si era un buen cristiano y si estaba preparado para morir. El viejo contestó que no había hecho en realidad ninguna preparación, y que no era cristiano, que en realidad nunca había tenido tiempo para otra cosa que no fuese trabajar. El predicador le dijo que no podría ofrecerle ninguna esperanza de salvación si no tenía fe en Cristo, y que sin esa fe su alma estaría perdida.
El viejo no estaba asustado, sino perfectamente en calma. Con una voz muy debilitada, rota, dijo: «Señor predicador: Supongo que habrá visto mi granja. Mi mujer y yo llegamos aquí hace más de cincuenta años. Nos acabábamos de casar. Todo esto era un bosque con la tierra cubierta de piedras. Corté los árboles y quemé sus troncos, retiré las piedras y levanté las paredes. Mi mujer me ayudó con esto en todo momento. Educamos y vimos crecer a nuestros hijos, renunciando a todo lo nuestro. Durante todos esos años mi mujer nunca tuvo un buen vestido ni un bonito sombrero. Yo mismo nunca he poseido un buen traje. Hemos vivido con lo justo para comer. Nuestras manos y nuestros cuerpos están deformados por el trabajo. Nunca hemos tenido vacaciones. El único lujo que nos hemos permitido es amarnos entre nosotros y a nuestros hijos. Ahora estoy a punto de morir, y me pregunta si estoy preparado.»
«Señor predicador: No tengo miedo del futuro, ni terror al otro mundo. Puede que me convenza de que el infierno existe y me está esperando. Lo que nunca conseguirá es convencerme de que es un lugar peor que el viejo Vermont.»
Robert G. Ingersoll
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