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Javier Ortiz, escritor y periodista, falleció ayer a los 61 años de una parada cardio-respiratoria. Tan inteligente y dispuesto como de costumbre, ha tenido a bien dejar escrito su propio obituario. Hace unos meses ya explicaba la muerte de la forma tan sencilla que vuelvo a reproducir debajo. Si la muerte fuese para nosotros sólo lo que es, las religiones no serían necesarias.
Javier Ortiz
Ahora que voy a cumplir los 60, sonrío cuando recuerdo que mi madre, estando ya cerca de los 90, se refería a veces a algunas de sus amigas de siempre diciendo: «Pues sí, esa chica...»
Mi madre murió. Como tiene que ser. Los nuevos ancianos necesitamos que nos vayan haciendo hueco.
«¿Y qué será de nosotros cuando muramos?», me preguntó hace poco un amigo. «Pues nada», le respondí. «No me resigno a desaparecer. Algo tiene que haber después de la muerte», replicó. Le pregunté: «¿Y dónde estabas tú en el siglo XII, o en el XIX, cuando tus padres ni siquiera habían nacido?». «En ningún lado», apuntó, extrañado. «Y eso, ¿no te angustia, verdad?», proseguí. «No, claro que no. No lo había pensando nunca», aceptó. «Pues cuando desaparezcas del todo», le dije, «te pasará lo mismo. Que no lo habrás pensado nunca».
Más angustioso sería que los espíritus de los muertos —por no hablar de los de los aún no nacidos—, pudieran andar rondándonos sin parar. Sé de una mujer que no se atreve a tener relaciones sexuales desinhibidas porque teme que el espíritu de su padre esté contemplando sus marranadas. Qué horror.
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