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Posiblemente uno de los motivos por los que la industria discográfica ha sido un negocio tan rentable durante tantas décadas sea que los inversores interesados en el mismo nunca han necesitado tener la más mínima noción del arte en el que van a emplear su capital. Al contrario, es posible una aproximación puramente estadística. Yo lo llamo el proceso Beyoncé.
Parte de un país como los Estados Unidos con doscientos millones de habitantes, de los que cien son mujeres. Supón ahora que un poco menos de la tercera parte son de raza negra, lo que te deja unos 30 millones. De esos 30 millones, una décima parte canta un poco, de esa décima parte una décima parte apenas desafina. Digamos que terminas con unas doscientas mil norteamericanas negras que cantan fantásticamente bien. De ellas, un pequeño porcentaje es físicamente atractiva y, de nuevo, de éstas últimas, un pequeñísimo porcentaje es un auténtico bombón. Siguiendo adelante, digamos que terminas con entre cinco y diez norteamericanas, de raza negra, físicamente exhuberantes, con cierta capacidad para las relaciones públicas y una voz que quita el hipo. Como inversor en el arte discográfico, ya sólo tienes que encontrar una de ellas.
En España, dada la torpeza habitual de los responsables del negocio discográfico, llama la atención la forma tan perfecta en la que los alrededores de La Oreja de Van Gogh han implementado el proceso Beyoncé. Cuarenta millones de españoles, de los que veinte son mujeres. Aislando las que cantan perfectamente bien, sólo ha faltado seleccionar a las físicamente atractivas pero no exhuberantes —eludiendo el efecto Marta Sánchez, algo imprescindible si se pretende que en la banda sean los compositores y no los intérpretes los que conserven el protagonismo—, con un determinado timbre de voz similar al de la anterior vocalista ¡y nombre vasco! —si para ellos esto último era importante, no soy yo quién para discutirlo— El resultado es Leire. No. El resultado es que las nuevas canciones de La Oreja suenan exactamente igual que las antiguas.
¿Y Amaia? Cabe desearla suerte. Pero, tal y como el mismísimo Risto le espetó a Pablo durante la última gala de Operación Triunfo, el peor de los compositores merece mayor reconocimiento que el mejor de los intérpretes que no componga, dado que el compositor es un creador y el intérprete no necesariamente —elude Risto el hecho de que gente como Elvis Presley o Frank Sinatra nunca compusieron una sola canción pero, ¡eh! Al fin y al cabo ya están muertos. Bueno, como mínimo Frank lo está.—
Fotos de CLiPset y enterat.com.
cultura musica laorejadevangogh
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