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Steve Fuller
La teoría del Diseño Inteligente, esa última versión del creacionismo científico que desafía la ortodoxia darwiniana en biología, corre el riesgo de ser condenada como mala ciencia pero también como mala teología. Incluso, si esas acusaciones son correctas, la base de nuestra creencia en Dios pero también en la ciencia podría ser irracional. Como mínimo, el Diseño Inteligente sugiere que esas dos creencias son interdependientes. Al menos en eso estoy de acuerdo con ellos, y es la tesis principal de mi último libro, una defensa de la ciencia como «arte de vivir».
La formulación básica del Diseño Inteligente es que la biología es tecnología divina. En otras palabras, Dios es nada menos —y posiblemente nada más— que una versión infinitamente mejor del Homo Sapiens ideal, cuyas características distintivas como especie son el arte, la ciencia y la tecnología. Así, cuando los defensores del Diseño Inteligente proponen que una célula está tan inteligentemente diseñada como una trampa para ratones, lo están diciendo literalmente. La diferencia entre Dios y nosotros es simplemente que Dios es el ser en el que todas nuestras virtudes se concentran de forma perfecta, mientras que en nuestro caso esas virtudes están imperfectamente distribuidas entre los individuos.
Es fácil imaginar cómo esta forma de establecer nuestra relación con Dios va a resultar en disputas académicas, tal y como ha sucedido. Pero el punto básico que sigue siendo radical hoy en día es que lo divino y lo humano son comparables en muchos sentidos importantes. Sin importar la caída de Adán, seguimos siendo una creación «a la imagen y semejanza de Dios». De esta afirmación bíblica se concluye que podríamos ser capaces de desarrollar esas características que nos acercan más a Dios que el resto de los animales. Es la plantilla teológica sobre la que la idea secular de progreso fue forjada durante la revolución científica.
La idea es de un interés que va más allá del histórico, dado que los proyectos científicos que más han impactado en la humanidad presuponen lo que el filósofo Thomas Nagel ha llamado «la visión desde ninguna parte», o «la mente de Dios». Quiero incluir aquí no sólo los descubrimientos de Newton o Einstein que nos permiten comprender el universo en sólo una fracción de lo que jamás seremos capaces de experimentar, sino también la conceptualización de la historia natural mucho antes de que los humanos habitaran el planeta hecha por Charles Darwin. Desde un punto de vista estrictamente evolucionista, no está claro qué ventajas adaptativas hemos recibido de estos conocimientos, como especie cuyos miembros sobreviven apenas unos 75 años.
Por el contrario, la segunda guerra mundial —si no lo hizo ya la primera— demostró el nivel de riesgo global que estamos aceptando tolerar en nombre de la ciencia y la tecnología. Esa idea de fe aún no ha sido vencida. Hoy en día todo lo que pueda pasar por «anti ciencia», ya sean los movimientos New Age o el propio Diseño Inteligente, principalmente reflejan una falta de confianza en las autoridades científicas. No van más allá del hecho de que los primeros reformistas protestantes en realidad fuesen ateos. En todo caso, estos desarrollos —a los que yo llamo Protociencia— reflejan el cada vez mayor deseo de la gente de recuperar en sus manos el control de la ciencia, tal y como hizo la religión en los siglos XVI y XVII. En este contexto, la Internet toma el papel que ya ocupó la imprenta hace cinco siglos.
Mientras sigamos teniendo la sospecha de que la ciencia nos destruirá a nosotros y al planeta, de que investigamos la energía nuclear a pesar de la bomba atómica, o la genética a pesar del Holocausto, de que perseguimos una ciencia social a pesar de que nos lavará el cerebro y anulará nuestra voluntad, estaremos manejando un sentido residual de nuestra cercanía a Dios. De hecho la doctrina cristiana de la providencia, diseñada para asegurar nuestra perseverancia a pesar de las adversidades, es el modelo de esta curiosa y algunos dirían que fe ciega en la ciencia.
Ciertamente es un punto de vista que sólo tiene sentido si Dios está ahí para enseñarnos su obra en la naturaleza, tal y como los apoyos del Diseño Inteligente sugieren, y no si esa deidad es inescrutable o simplemente no existe, como afirman sus oponentes.
En este contexto, el propio Charles Darwin nos dio una lección instructiva. Creía al principio en un Diseño Inteligente, pero abandonó la idea al no poder explicarse las extinciones masivas, los evidentes fallos de diseño y en general cualquier evento monstruoso que se oponen a la idea de una deidad super inteligente, super bondadosa y todo poderosa como faro del progreso humano. Con esta certeza, Darwin se hizo cada vez más pesimista sobre la capacidad de la ciencia para mejorar la condición humana. En cada iniciativa política de base científica tomada en su momento —ya sean la eugenesia, la vivisección, o incluso la contracepción— Darwin tomó la posición más cautelosa, dudando de la eficacia última de esas políticas y alertando de los peligros del pensamiento único. Ya sea religioso o científico. O ambos.
Por supuesto, Darwin podría haber estado en lo cierto sobre esto, pero quizás la ciencia no tendría la importancia que ahora tiene de haber estado de acuerdo con él.
Visto en The Guardian.
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