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Francisco Cantalapiedra
Cuando los chavales de mi colegio salíamos de excursión íbamos, como mucho, hasta el primer pueblo que tuviera un castillo, donde pasábamos la jornada escuchando explicaciones históricas y zampándonos el bocata de tortilla y la naranja de guachi que nos habían preparado en casa. Creo haber contado alguna vez el berrinche que me pegué cuando el maestro me castigó sin viaje por haberme portado como un vándalo, que es lo que en realidad era. Todo un año pensando en el puñetero castillo para al final quedarme en tierra odiando al castigador y a los jodíos niños buenos, que me tenían hasta el peluquín de su bondad o de su capacidad para librarse de los palos, incluso siendo más piratas que yo. Con este tipo de castigos pasa como con la cárcel, que te marcan para siempre y te meten en una espiral de delincuencia de la que es muy difícil salir. Además, dado que en mi casa no había liquidez para que me fuera de campamento, pasé casi todos los veranos de mi infancia haciendo el cabrito en el barrio mientras los otros preparaban las maletas para irse al pueblo con los abuelos o de acampada con la Falange.
Para resarcirme de lo anterior, en cuanto dejé el colegio me dediqué a viajar, sin importar demasiado hacia dónde iba, porque bastaba con salir. Tras recorrerme los castillos de mi provincia y hacer el peor libro que se recuerda sobre el tema, me inicié en el autoestop, que me permitió conocer las pensiones más cutres de España y más tarde salir a Francia a ciscarnos a voces en Franco y su régimen, cosa que no servía de nada, pero aliviaba un montón. Pero el caso es que siempre fui de pobretón, de menesteroso que pasaba horas en la orilla de la carretera moviendo el pulgar cada vez que se acercaba un coche, lo que me sirvió para extasiarme ante cualquier cosa que veía: desde la limpieza de algunas ciudades hasta la posibilidad de comprar en el quiosco un periódico de cualquier tendencia sin que te inflaran sólo por ello.
Esta manera de conocer mundo me convirtió en un ser acomplejado ante cualquier gilipollez que viera lejos de casa, donde todo me parecía más moderno, más civilizado, más grande, más ordenado y mucho más caro. El complejo me duró hasta bien entrada la edad adulta cuando descubrí que también en el extranjero había casi tantos paletos y tantos gamberros como en mi barrio y que la democracia permite manifestarse, pero no garantiza que te hagan ni puñetero caso. La psicosis de paleto me la quité de golpe un día que volvía en avión algo achispado y me dio por decir a gritos que era español y torero mientras me tiraba de los pantalones hacia arriba para marcar algo de taleguilla taurina. Si esta pijada de vocear en la cabina la hago ahora, me reviento un testículo y acabo en el trullo por fato.
Pero si de algo me han servido estas aventuras ha sido para apreciar el valor que hay que tener para abandonar casa, tierra y amigos en busca de mejores horizontes, algo que ya han hecho muchos de los casi 120.000 ciudadanos de todo el mundo que han sentado el trasero en Castilla y León, donde no abundan las oportunidades, pero que es mucho mejor que lo que dejan atrás. De unos años a esta parte, ya no sorprende en-contrar a gentes de distinto pelaje que hablan raro, comen raro y trabajan en aquello que nosotros ya no haríamos ni de coña. Son todos esos búlgaros, rumanos, marroquíes o bolivianos que difícilmente se van a hacer ricos trabajando ni aquí ni allí, pero que ya nos han enriquecido con sus costumbres, incluyendo la muy saludable de cotizar en la Seguridad Social, de la que espero una jubilación decente. Y eso será gracias a los Dimitri, Abdulla y Recaredo, que limpian retretes, pasean a los discapacitados, se suben al andamio y aflojan el parné para que continúe activo el sistema. Machotes, bienvenidos a casa.
Leído en El Norte de Castilla.
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