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Tomás Val
Seguimos a vueltas con la religión, llevamos así muchos siglos y, de momento, parece que ese problema no tiene visos de solucionarse. La verdad y su búsqueda —sin apriorismos morales que condicionen nuestro razonamiento y que nos conduzcan a conclusiones ya establecidas— dejaron de tener importancia decisiva tal vez con la muerte de Demócrito, allá por el final del siglo V antes de Cristo. Coincido plenamente con Bertrand Russell cuando afirma que ahí comenzó la decadencia, se inoculó el virus que ha contaminado a todo el pensamiento posterior. Hasta entonces, los filósofos hicieron un esfuerzo desinteresado por entender el mundo tal como es, con un espíritu científico que hoy habría que buscarlo con lupa en los más avanzados laboratorios de las más prestigiosas universidades. Después aparece el hombre en comparación con el universo, el hombre como criatura de Dios. Y así llegan los sofistas y su escepticismo. Sócrates y la ética. Platón y su rechazo al mundo de los sentidos en favor de lo puro, de la idea. Aristóteles —nuestro padre espiritual— llega con su creencia en la finalidad como concepción de la Ciencia.
Pese a todo, durante unos cuantos siglos pareció que sobrevivía una cierta esperanza. La Academia de Atenas, fundada por Platón, consiguió sobrevivir dos siglos como una isla de paganismo hasta que el fanático Justiniano, en el año 529, la cerró. Y la noche se extendió sobre Europa.
La aparición del hombre como figura central condujo, irremisiblemente, a Dios. Así, el cristianismo popularizó una idea no desconocida hasta entonces, pero no aceptada por la antigüedad: el deber del hombre es hacia Dios mucho más que hacia el Estado; ha de ser superior la obediencia religiosa que la política. Y en ésas estamos, en cierta manera.
Como en las mejores épocas de las luchas del Papado contra Estados que pretendían huir de su influencia, en estos días, en la España del siglo XXI, con el barril de petróleo a ciento veinte dólares y la crisis económica derribando nuestros muros, salta la polémica y el escándalo cuando el Gobierno de Zapatero asegura que quiere hacer un Estado más laico. Han saltado todas las alarmas de la Conferencia Episcopal y ya se oye hablar de guerra religiosa, de cordón sanitario, de libertad de conciencia, de anticlericalismo, de rebelión
Yo, ya se habrá notado a estas alturas, considero a las religiones uno de los peores males que al hombre han podido sucederle y siento una desconfianza instintiva —imagino que infundada e injustificable— hacia la persona religiosa. Tal vez por eso, este artículo haya que cogerlo con precaución y no otorgarle un crédito excesivo. De todas formas, mi opinión desfavorable hacia el sentimiento religioso —lo sagrado es otra cosa— nunca será tan perniciosa como la que los creyentes y practicantes tienen y manifiestan hacia las personas como yo. Borges rechazaba declararse ateo porque, decía, supone demasiada certidumbre. Yo tampoco sé si Dios existe o no. Y, si existe, no sé si es bueno o no, pero las manifestaciones de esa creencia, en términos generales, no han sido demasiado beneficiosas. Líbreme Dios, que con Él andamos a vueltas, de pretender influir en los sentimientos religiosos de la gente. Que cada uno haga lo que quiera y deposite su esperanza o su miedo en lo que quiera, pero sí que estaría de acuerdo en que la religión tuviera menos presencia en la vida pública. Y no me refiero únicamente, con eso de la vida pública, a las facilidades que se les dan a las procesiones —Javier Marías dixit— para que corten las calles, desvíen el tráfico o atruenen las madrugadas con el redoble de tambores. Los dineros públicos, las concesiones en Educación, su presencia en cómites éticos de los hospitales, su constante intromisión en asuntos políticos o de vida ciudadana
¿Saben cómo se llama, cómo llama la enseñanza pública en los colegios públicos a las enseñanzas que imparten a los niños que no acuden a clases de religión? Alternativa. No me digan que no es toda una declaración de principios. Alternativa. Alternus, alter. Otro, otra cosa, no la principal. Religión tiene su claro y diáfano nombre en el programa escolar, pero lo demás, la no asistencia a esa especie de catequesis —no historia de las religiones— es la alternativa para los niños pequeños. Esas cosas van dejando huella en la mente infantil.
La religión —en nuestro caso el catolicismo o la liturgia del catolicismo— sigue estando demasiado presente en el Estado y en la sociedad. Imagino que no tanto en las conciencias y en los comportamientos individuales, que es, a mi juicio, donde tendrían que estar esos sentimientos. El hecho de que hayan desaparecido los políticos que se refugiaban bajo el palio no quiere decir que haya mermado su influencia. Y además, curiosamente, esa presencia obsesiva de lo religioso en la vida pública afecta mucho más a la izquierda que a la derecha. El caldito que se tomó Zapatero con el Nuncio es muy significativo.
Demócrito levantó un poco la cabeza en la época de la Ilustración, pero enseguida Aristóteles y Santo Tomás de Aquino recuperaron su protagonismo y así andamos todavía, entre la obediencia a Dios y su alternativa, lo puramente humano.
Leído en El Norte de Castilla.
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