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Maxim Gorki, en el Congreso de los Sin Dios de 1929, ya criticaba el ateísmo en su forma más grosera, la que irrita más que persuade.
P.J. Ginés/T. Fedótova
La juventud comunista —el Komsomol— organizaba procesiones blasfemas en fechas bien precisas: en Navidades y en Pascua. Por ejemplo, junto a la capilla de la Virgen de Iberia, en la Plaza Roja de Moscú, en vísperas de la Navidad de 1923, el Komsomol convocó un «carnaval comunista» con imágenes insultantes de Dios Padre, Jesucristo y la Virgen María.
Animaba la fiesta el equivalente soviético del actual cómico blasfemo Leo Bassi: se llamaba Andrey Shojin, y la prensa le apodaba «el pope komsomoliano». Había parodiado el famoso himno bizantino Akathistos: «Alégrate, Marx, gran taumaturgo!», cantaba en eslavo eclesiástico. No podía faltar una quema: en una hoguera ardieron muñecos representando a figuras religiosas: Alá, Buda, el Papa... La procesión atea cantaba: «Chillad, demonios, con más alegría / A bailar la carmañola / Todos los dioses al carnaval / El Komsomol, sin dios en lo alto, organiza su follón».
Por esas fechas, recuerda Martin Amis en su libro Koba el terrible, Lenin escribía a Maxim Gorki, el literato de la nueva Rusia sin Dios: «Toda idea religiosa, toda idea de Dios, es una abyección indescriptible de la especie más peligrosa, una epidemia de la especie más abominable. Hay millones de pecados, hechos asquerosos, actos de violencia y contagios físicos que son menos peligrosos que la sutil y espiritual idea de Dios».
Por esas mismas fechas, en la muy liberal Alemania de Weimar, no había limitaciones a la prensa insultante y al humor ofensivo. Por eso el historiador inglés Paul Johnson en su «Historia de los Judíos» afirma que «la atmósfera de violencia real que alimentó al nazismo estaba a su vez sostenida por la creciente violencia verbal y gráfica en los medios de difusión. A veces se sostiene que la sátira, incluso la más cruel, es un signo de salud en una sociedad libre, y que no deben imponérsele restricciones. La historia judía no confirma este criterio. Los judíos han sido blanco de estos ataques con más frecuencia que otro grupo cualquiera y saben por larga y amarga experiencia que la violencia impresa es sólo el preludio de la violencia sangrienta». En el caso soviético, el humor blasfemo no fue un preludio, sino un coetáneo de la persecución a los cristianos.
Entre 1920 y 1924 el ateísmo militante hizo florecer coplas insultantes contra los cristianos. Nadezhda Dozhdikova, profesora de literatura de la Academia de Arte Teatral de San Petersburgo, ha estudiado algunas obras de teatro ofensivas contra los creyentes. La más famosa era el «Juicio contra Dios», de Rezbushkin: un pope de pueblo, un imán tártaro y un rabino judío, cada uno con su acento rústico propio, mostraban lo ridículo de sus creencias. Se exhibía en calles, delante de iglesias, y en locales de la Unión Sin Dios, municipales o del Partido.
En los años 20 se emitieron numerosos folletos con tiradas inmensas, explicando como representar sainetes antirreligiosos. «La ciencia es el camino correcto, y solo en ella creeremos», decía un himno de Gorodetsky que los activistas ateos cantaban en Pascua a la puerta de las iglesias con la melodía de la Internacional. Es graciosa la fe cientifista de Gorodetsky, un poeta que pocos años antes componía himnos a Yarila, la deidad eslava del sol. En Navidad, a partir de 1927, a este himno se solían añadir las muy groseras «Coplas de la Anunciación», contra la Virgen.
En 1922 una circular del Comité Central del Partido pedía en todo el país ser sistemáticos al desmantelar «la cosmovisión religiosa y sustituirla por una comprensión científica y materialista».
Pero el especialista en historia de la Iglesia rusa O. Y. Liovin afirma que el régimen nunca llegó a ser sistemático: sus campañas funcionaban a impulsos, en Navidad y Pascua, y cambiaba sus enfoques, oscilando entre el insulto grosero y el intento de persuadir mediante el materialismo supuestamente científico.
«En general, la táctica de la propaganda antirreligiosa de los primeros años del poder soviético resultó errónea», afirma Liovin. «Herir los sentimientos religiosos de los creyentes, profanar lo sagrado, intentar el cierre masivo de los templos, reprimir al clero... todo eso, de hecho, unió a los creyentes, provocando un cierto renacimiento religioso. Así que, después de una política de carga de caballería, el régimen recomendó pasar a un asedio a largo plazo».
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