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Los cuatro millones de hijos del doctor Edwards

Publicado por Ismael

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Pepe Cervera

Con independencia de la teología, si los premios Nobel homenajean a quienes benefician a la Humanidad, nadie mejor para recibirlo que el médico que hizo posible nacer a 4 millones de hijos deseados.

El sistema reproductor humano es notablemente eficiente. Diseñado para un mono promiscuo que utiliza el sexo como vínculo social, sin embargo es perfectamente capaz de producir un embarazo a partir incluso de un coito no consumado, o de un contacto de fluidos demasiado cercanos. Esta eficiencia es llamativa si pensamos que en la concepción hay varios procesos muy delicados que deben ocurrir correctamente y en la secuencia precisa para que el resultado sea el correcto. Los espermatozoides deben llegar a las proximidades del ovario desde el útero, y encontrar el óvulo receptivo. Se debe producir la fecundación, con la entrada de uno de ellos en su interior y el rechazo de los demás. Y el óvulo fecundado debe descender por esas mismas paredes e implantarse en la pared del útero. Un fallo en cualquiera de estas etapas y el resultado es la infertilidad.

Para algunas de estas parejas infértiles un médico británico fue capaz de crear una solución hace 30 años, por la que acaban de darle el Premio Nobel de Medicina. Su creación ha permitido nacer, se calcula, a 4 millones de personas en este tiempo.

Durante siglos la infertilidad era un problema político que sólo tenían parejas reales incapaces de producir herederos, y solía resolverse mediante el divorcio o anulación con permiso papal. En casos extremos, como el de Enrique VIII de Inglaterra, mediante la viudedad por decapitación y el Cisma de Occidente. Para la mayoría la infertilidad era una desgracia, un castigo para ser soportada en silencio, socialmente poco aceptable, como cualquier maldición. Para las religiones, que siempre terminan dictando normas estrictas en temas sexuales y reproductivos, la infertilidad era simplemente la voluntad de los dioses, los únicos capaces de poner o no en marcha el mecanismo de la vida. Sólo cuando intervenían razones de estado las iglesias podían encontrar que la incapacidad de engendrar era causa incluso de anulación matrimonial. La voluntad de la divinidad no puede discutirse.

Pero llegó el siglo XX, con sus mejoras médicas, sus antibióticos y sus sueros, y millones de personas que antaño hubiesen muerto por la voluntad de cualquier deidad —expresada casi siempre en forma de infecciones— en su lugar vivieron. Las familias, que antes tenían 10 hijos para que sobrevivieran 2 que cuidasen de los padres en la vejez se hicieron mucho más pequeñas. Hubo que buscar un expediente que permitiera practicar el sexo sin provocar un embarazo cada vez, y se inventaron y extendieron los anticonceptivos; en efecto sistemas de infertilidad temporal reversible. Y si se podía hacer —temporalmente— infértiles a los fértiles... ¿no se podría buscar un medio de hacer concebir a quien no podía hacerlo?

El doctor Robert G. Edwards se dedicó a ello. Su idea era revolucionaria y radical; para facilitar algunos de los pasos más complicados en el proceso, como el camino de los espermatozoides por la trompa de Falopio y la propia fecundación, extraería el óvulo de la madre y colocaría los espermatozoides del padre justo a su lado en una solución de cultivo que favoreciera la unión de los gametos. El óvulo ya fecundado sería reimplantado directamente en el útero de la futura madre, convenientemente preparado mediante un tratamiento hormonal adecuado. La fecundación no se produciría pues en el cuerpo vivo —in vivo en latín—, sino en una probeta de laboratorio: in vitro —en el cristal—. Parejas en las que los espermatozoides eran escasos, o que encontraban dificultades en el ascenso, o en las que la fecundación encontraba problemas podrían beneficiarse del método.

La investigación del doctor Edwards culminó en éxito, con el nacimiento de Louise Brown el 25 de julio de 1978, la primera niña probeta, como fue llamada. Pero fue horriblemente polémica desde el principio. Algunas religiones, como la Iglesia Católica, rechazaron de plano tanto las investigaciones como sus resultados, a pesar de su tradicional postura a favor de la fertilidad. Y no sólo porque se invadieran espacios reservados a la divinidad como la concepción de un ser humano, sino porque para poner a punto los protocolos y los métodos el doctor Edwards y sus colaboradores tuvieron que crear —y después destruir— centenares de embriones humanos. A partir de la extensión de la técnica a la práctica médica habitual la creación y almacenamiento de estos embriones —de apenas 4 u 8 células, pero humanos ya para la Iglesia Católica— se extendió, y hoy muchos millares están congelados en tanques de nitrógeno líquido. Los sectores más conservadores de la sociedad se alinearon con estas posturas, que se mezclaron con el movimiento contra el aborto. La fecundación in vitro fue considerada como una abominación, y demonizada por los príncipes de la Iglesia, que aún la rechazan.

Y sin embargo en 30 años han nacido 4 millones de personas por esta vía; 4 millones de niños que pueden ser considerados como los más deseados del mundo, pues si el proceso lo hace posible no es sencillo, barato ni agradable. Para aplicar esta técnica la mujer debe recibir durante meses inyecciones diarias de hormonas para que su ovario madure adecuadamente y su ovario esté receptivo en el momento adecuado. Luego hay que extraer los óvulos en una operación hoy simplificada, pero que implica atravesar la cavidad abdominal. Por último es necesario implantar los cigotos, otra operación de cirugía menor, pero cirugía al fin y al cabo. Estos cuatro millones de hijos del doctor Edwards no son fruto de una noche loca, de un descuido adolescente o del fallo de un anticonceptivo: son producto de la más avanzada tecnología y del compromiso y el empeño de sus progenitores.

Visto en Retiario.

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