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Douglas Murray es un periodista independiente y escritor político escocés. Habiendo sido Anglicano practicante, escribió en 2008 este artículo para The Spectator contando cómo durante su estudio del Islam y del Corán perdió la fe hasta convertirse en ateo. Un proceso mental que a ti como lector de este blog es posible que te resulte familiar. La traducción es de Ismael Valladolid, editor de La media hostia.
Douglas Murray
Hace sobre un año dije una mentirijilla. Y quedó impresa, en esta misma publicación. Fui uno de esos a quienes durante las pasadas Navidades The Spectator preguntó si creían en el nacimiento de una virgen. Como siempre me ha parecido que si crees en Dios, aproximarse de forma quisquillosa a esos asuntos centrales de la fe es absurdo, dije que sí. De hecho, creo que no. No es que me haya estado peleando con la doctrina de la encarnación, simplemente pensé que quien no cree en el nacimiento de una virgen en realidad no cree en Dios. En realidad es que no creo en lo uno ni en lo otro. Y esa culpa me ha estado atormentando desde entonces. Mi mea culpa ateo.
Mucha gente se agarra a sus creencias como parte incuestionable de su persona. Nunca tienen que enfrentarse a la fuente de su creencia, y mientras que nada les empuje activamente a hacerlo, se lo guardan como algo que raramente hace daño y realmente podría hacerles bien. He sido Anglicano desde que nací, y no sólo un Anglicano cultural sino a ratos, aunque parezca raro, un auténtico creyente y adorador Anglicano. Como muchos creyentes sabía que ciertas partes de mi creencia no resistirían un análisis. Pero como nunca necesité analizar, todo estaba bien. Sólo perdí la fe cuando me sentí obligado.
Charles Darwin no lo consiguió del todo. Las críticas a la Biblia desde Alemania sí, así como el trabajo académico en textos perdidos, y descubrimientos de textos añadidos y editados. Todo me apartaba del fundamento de la fe, que esos textos han sido transmitidos como verdades inmutables. Darse cuenta de que los textos sagrados son, como tantas otras cosas en la vida, el resultado del ensayo y error humanos es uno de los descubrimientos más problemáticos que puede hacer un creyente. Recuerdo haber intentado leer de niño esos trabajos académicos y encontrarlos tan aterradores y tan avasallantes como para siempre dejar su lectura completa para otro día.
Pero llegué por otro camino. Hace algunos años empecé a estudiar el Islam. No me llevó demasiado tiempo reconocer los típicos problemas de los textos religiosos. Las repeticiones, los absurdos, las contradicciones. Los trabajos académicos sobre esos textos problemáticos del Islam, contra lo que sucede en el Cristianismo, acaban sólo de empezar. Pero el resultado es manifiesto para cualquiera que decida mirar. Para ser un libro sagrado que ya en sus primeras líneas se reconoce a sí mismo como «el libro, sin duda», demasiadas dudas emergen. Aparte de plagios demostrables al Torah y a la Biblia Cristiana. Si Dios habló a través de un arcángel a un comerciante analfabeto en la Arabia del siglo séptimo, entonces —así, para empezar— ¿estaba robando material? ¿O es que suele repetirse de esa forma?
Gradualmente, el escepticismo hacia las apelaciones hechas por una religión se unieron al escepticismo hacia todas ellas. La incredulidad sobre que alguien dictase un libro a Mahoma a través de un arcángel produjo una extraña contradicción. Me veía a mí mismo aún dispuesto a creer en el Cristianismo. Intentaba creer, a través de no discutirme demasiado, algo como «vale, nunca he oído voces, pero conozco a uno que conoce a otro que sí». Esta última y aguda fase me desprendió de todo por completo. Al final Mahoma me hizo ateo.
Aunque fuese una realización suplementaria, los problemas que estos textos ocasionan no pueden ser eludidos. ¿De dónde si no, el intolerante dentro de ti, obtiene su oficio? Cualquiera puede reprimir a una mujer, pero necesitas escrituras dictadas por Dios para sentir que haces bien reprimiéndola. De la misma forma, ves homófobos por todas partes. Pero necesitas a las escrituras de tu parte para sentir que puedes seguir con el rollo de «Adán y Eva, no Adam y Steve» en vez de simplemente reconocer que hay gente diferente a ti.
Cualquiera puede ser intolerante, pero los intolerantes divinos son los más intratables, los realmente inmunes a la razón. Aparte, para un bibliófilo, incluso para un bibliomaníaco, la idea de que hay un libro «donde no existe la duda» es insultante además de demostrablemente incierta.
Incluso cuando dejé de creer fingía que lo hacía, o dije que lo hacía por un momento, por miedo a estrellarme con algo. Como mucha gente, lo primero que me abrumaba sobre dejar la religión era el miedo a perder el significado. ¿De dónde viene, si no, la ética? Si nada es revelado entonces con certeza todo es relativo, y de ahí al nihilismo hay un paso. Sin embargo cuanto más estudio los textos religiosos más me doy cuenta de que no son necesarios para una vida ética. En realidad más a menudo de lo que los creyentes admiten, son directamente contrarios a ella.
Luego está la pérdida de la mano que te guía, otro aspecto de la creencia aparentemente irremplazable. Sin Dios, ¿dónde está la melodía, el cantus firmus de la vida? Alexander Herzen se preguntó una vez «¿dónde está la canción antes de que sea cantada?» Es imposible reemplazar la creencia en los planes de una deidad para ti. Aún menos confortable, pero simplemente observable, es que no hay canción antes de que la cantes. No existe el camino antes de echar a caminar. Haces la canción cuando la cantas. Se hace camino al andar. Así la vida, ciertamente, parece más precaria. Pero cuando el riesgo de caer es más grande, también se hace así la posibilidad de elevarse.
Mi último miedo era uno que creo que comparten muchos Cristianos en este país, mientras ven como emerge el Islam y gana adhesiones a pesar de tratarse de una religión intratable e intransigente —o quizás debido a ello—. Es, supongo, una sensación de abandono cultural. Sabemos cuántas cosas de las que disfrutamos vienen de la tradición Cristiana. ¿Podemos seguir sin ella? ¿O dejamos el edificio sin cimientos? Lentamente he descubierto que no es el caso. Aún puedo pasar junto a una iglesia o una catedral sin sentir que debo entrar. Son textos aún esenciales para mí. Solo que ahora no son necesariamente más divinos que los de Shakespeare.
La cuestión sobre cómo, sin creer, podemos transmitir el legado de la historia de nuestra fe a la siguiente generación es realmente problemática. Puede que como muchos Judíos que se regocijan de su identidad pero no creen en Dios, podamos ser simplemente Cristianos culturales. Mejores y más sinceros. Lo he intentado este año durante mis primeras Navidades ateas.
La mañana de Navidad fui a la Iglesia, y estuve con mi familia cantando villancicos unas pocas noches antes. Eran lecturas reconfortantes no sólo por su familiaridad sino porque siguen transmitiendo bellas historias, como toda la gran literatura, verdades con las que vives. La simplicidad de la caída de Adán la sintió mi corazón ateo de una forma tan trágica y resonante como una vez la sintió mi corazón creyente.
El fundamentalismo islámico nos desafía políticamente. Pero luchar contra una clase de literalismo con otra nunca funcionó. La complejidad es difícil de aceptar pero siempre evidente a la vista. Después de una larga refriega, la razón me parece suficiente.
Mis primeras Navidades como no creyente fueron diferentes, realmente. Diferentes pero no deprimentes, como me temía. En realidad lo contrario. Este año todo parecía más abierto y más posible. Más frágil y más precioso. Me sorprendió de una forma que me resulta difícil de explicar —y no puedo evitar el lenguaje religioso— el que todo fuera, si es posible, más milagroso.
Visto en Studying Islam has made me an atheist publicado en The Spectator.
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