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El presente artículo de Bertrand Russell, publicado en 1915 durante la Primera Guerra Mundial, y hoy en el dominio público, no estaba sin embargo traducido a nuestro idioma, al menos disponible en la red. No es necesario señalar la emoción que me supone pensar en ser el primero en traducir uno de sus textos.
Bertrand Russell
La cuestión de si alguna guerra puede estar justificada, y en tal caso bajo qué circunstancias, es una de las que necesariamente se han planteado a la atención de todos los pensadores. Sobre esta cuestión me reconozco en la de alguna forma dolorosa posición de mantener que durante la presente guerra la posición de ninguno de los bandos está justificada, sin llegar al punto de vista Tolstoiano de que cualquier guerra en cualquier circunstancia es siempre un crimen. Las opiniones sobre un tema como la guerra se derivan de los sentimientos antes que del raciocinio. Dado el temperamento emocional de un hombre, sus convicciones sobre tanto la guerra en general, como sobre cualquier conflicto en particular que ocurra durante su vida, pueden ser predichos con una certidumbre razonable. Los argumentos utilizados serán simples refuerzos de unas convicciones que se impondrán en cualquier caso. Los hechos fundamentales en esta y en todas las cuestiones éticas son sentimientos. Todo lo que el pensamiento puede hacer es clarificar y sistematizar la expresión de esos sentimientos, y son esa clarificación y esa sistematización de los míos propios las que pretendo en este artículo.
I.
Quién está en lo cierto y quién equivocado durante una guerra particular es algo que se valora desde un punto de vista jurídico o casi-jurídico. Éste o aquél rompió este o aquel tratado, cruzó esta o aquella frontera, cometió este o aquel acto potencialmente enemigo, y por lo tanto las reglas permiten destruir la otra nación hasta el punto que el moderno armamento lo permita. Se percibe la irrealidad y la falta de alcance imaginativo en esta forma de ver las cosas. Tiene la ventaja, siempre valorada por los hombres vagos, de sustituir una fórmula, en alguna ocasión ambigua y fácil de ser aplicada, por la realización vital de las consecuencias de sus actos. El punto de vista jurídico es de hecho una transferencia ilegítima a las relaciones entre los estados, de principios que sí podrían ser aplicados a la relación entre los individuos dentro de un estado. Dentro de un estado la guerra privada está prohibida, y las disputas entre los privados se resuelven no por sus propias fuerzas, sino por la fuerza de la policía, la cual siendo desmesurada, raramente requiere ser mostrada en toda su magnitud. Es necesario que existan reglas gracias a las cuales la policía pueda decidir quién debe ser considerado el poseedor de la razón en una disputa privada. Estas reglas constituyen la ley. La ganancia asociada a disponer de una ley y una policía es la abolición de las guerras privadas, y esta ganancia es independiente de la cuestión sobre si la ley es la mejor de las posibles. Es entonces de interés público que el hombre que va contra la ley sea considerado equivocado, no por la excelencia de la ley en sí, sino por la importancia otorgada a que las disputas entre individuos en un estado no sean resueltas por la fuerza.
En la interrelación entre los estados no existe nada de esta clase. Hay, por supuesto, un cuerpo de convenciones llamado ley internacional, y hay innumerables tratados entre potencias con la capacidad de firmarlos. Pero las convenciones y los tratados difieren de algo que pueda en propiedad ser llamado ley en ausencia de sanción: No hay una policía capaz ni deseosa de tal observación. Se sigue de esto que cada nación resulta haber firmado multitud de tratados, divergentes e incompatibles y que, a pesar del alto lenguaje que uno a veces escucha, el principal propósito de los tratados es poder permitirse los pretextos que podrían ser considerados respetables a la hora de plantear una guerra con otra potencia. Se considera que una potencia actúa sin escrúpulos cuando va a la guerra sin proporcionarse previamente tales pretextos —a menos que de hecho su oponente sea un país pequeño, en cuyo caso sólo hay culpa si tal país pequeño resulta estar bajo la protección de alguna otra gran potencia—. Inglaterra y Rusia podrían repartirse Persia inmediatamente tras garantizar su integridad e independencia, porque ninguna otra gran potencia ha reconocido interés en Persia, y Persia es uno de esos pequeños estados sobre los cuales ninguna obligación en forma de tratado puede considerarse vinculante. Francia y España, bajo una garantía similar sobre Marruecos, no pueden repartírselo sin compensar primero a Alemania, dado que hay que reconocer que hasta que una compensación sea ofrecida y aceptada, Alemania tiene un interés legítimo en preservar ese país. Habiendo todas las grandes potencias garantizado la neutralidad de Bélgica, Inglaterra tiene sin embargo un interés reconocido en poder sentirse ofendida por su violación —un derecho ejercido cuando se considera de interés para Inglaterra, y que se ignora cuando se considera que el interés de Inglaterra no debe sacudirse—. Un tratado, entonces, no debe ser considerado un contrato vinculante a la manera de cualquier otro contrato privado; es simplemente un medio de informar a las potencias rivales de que ciertos actos podrían, si el interes nacional lo requiere, acabar siendo justo el tipo de motivos para una guerra que podrían ser considerados legítimos. Si una observación fiel de los tratados fuese costumbre, tal y como lo es la observación fiel de los contratos, la ruptura de un tratado sería un motivo real, y no simplemente formal, para una guerra, y esto debilitaría la práctica de decidir sobre los conflictos mediante acuerdos en lugar de mediante una lucha armada. En ausencia de tal práctica, sin embargo, apelar a los tratados debe ser considerado sólo parte de la maquinaria diplomática. Una nación cuya diplomacia haya sido siempre conducida habilmente siempre encontrará algún tipo de acuerdo o tratado cuando su interés lo requiere para que la intervención quede dentro de los límites del juego diplomático. Es obvio, sin embargo, que mientras los tratados sean sólo observados cuando es conveniente hacerlo, las reglas del juego diplomático no tienen nada que ver con la cuestión de si embarcarse o participar en una guerra puede ser o no conveniente para la humanidad. Es esta la cuestión a ser decidida al considerar si una guerra está o no justificada.
II.
Es necesario, al considerar cualquier guerra, considerar, no las justificaciones en el papel de los acuerdos pasados, sino su justificación en el balance de los bienes que va a reportar a la humanidad. Al comienzo de una guerra cada nación, bajo la influencia de lo que se llama patriotismo, cree que su propia victoria es no sólo inminente sino de gran importancia para la humanidad. El beneficio de esta práctica ha llegado a ser una máxima aceptada del sentido común; aún cuando una guerra está aún en progreso se mantiene como natural y correcto que un ciudadano de un país enemigo debe considerar la victoria de su bando como garantizada y altamente deseable. Concentrando la atención en las supuestas ventajas de la victoria de nuestro propio bando, nos volvemos más o menos ciegos a la perversidad inseparable de la guerra y cierta sea cual sea el bando que finalmente se alza con la victoria. Aún sin darnos cuenta por completo, es imposible juzgar si una guerra es o no susceptible de ser beneficiosa para la raza humana. Aún con lo trillado de tema, es necesario recordarnos brevemente qué es en realidad lo que compone esa perversidad de la guerra.
Por comenzar con el mal más obvio; multitud de hombres jóvenes, los más valientes y los mejor preparados físicamente de cada nación, mueren, su familia y amigos, su comunidad, los pierde. Otros hombres jóvenes son los únicos que ganan. Muchos quedan inválidos para toda la vida, algunos enloquecen, otros quedan como manojos de nervios, inútiles, decrépitos. De los que sobreviven muchos quedarán brutalizados, degradados moralmente por el terrible negocio de matar el cual, a pesar de ser el deber del soldado, destrozará por completo sus instintos más humanos. Como cualquier registro de cualquier guerra muestra, el miedo y el odio dejan salir la bestia salvaje dentro de una considerable proporción de combatientes, lo que lleva a extrañas crueldades que deben ser enfrentadas y no ignoradas si deseamos evitar la locura.
De los males de la guerra hacia la población que no combate en las regiones donde sucede la lucha, las recientes desgracias en Bélgica han proporcionado un ejemplo que no es necesario magnificar. Es necesario, sin embargo, apuntar que las desgracias en Bélgica no han demostrado, como se cree comúnmente en Inglaterra, motivo alguno a favor de la guerra. El odio, por un trágico engaño, perpetúa los males de los que nace. Se culpa a los alemanes y no a la guerra del sufrimiento de los belgas, y así los horrores de la guerra se utilizan para estimular el deseo de aumentar su alcance y su intensidad. Aún asumiendo que la humanidad más profunda es compatible con la conducta durante las operaciones militares, no puede dudarse que si las tropas de los aliados penetran en las regiones industriales de Alemania, los alemanes sufrirán una gran parte de las desgracias que Alemania hubo hecho sufrir a Bélgica. A un hombre bajo la influencia del odio este pensamiento le hará regocijarse, pero a cualquiera aún con sentimientos humanos le parecerá que nuestra simpatía hacia Bélgica debe hacernos odiar la guerra y no a Alemania.
Los males que la guerra produce fuera del area de las operaciones militares son quizás incluso más serios, por cuanto que, aunque menos intensos, su influencia es más amplia. Pasando por la ansiedad y el pesar de aquellos cuyos hijos o maridos están en el frente, las consecuencias del daño económico producido por la guerra son mucho más amplios de lo que se supone habitualmente. Es común hablar de los daños económicos como meramente materiales, y del deseo de progreso económico como de algo mezquino y sin inspiración. Este punto de vista es posiblemente natural en la gente de bien, para la que el progreso económico consiste en comprarse un coche nuevo o en pasar las vacaciones en Escocia en lugar de junto al mar. Pero para las clases sociales más pobres, el progreso económico es la primera condición para el bien espiritual e incluso para el modo de vida. Una familia numerosa, viviendo en un zulo en condiciones de pobreza e inmoralidad, donde la mitad de los niños mueren de ignorancia sobre sanidad o higiene, y el resto crecen embrutecidos e ignorantes, es una familia que difícilmente puede progresar mentalmente o espiritualmente, a no ser gracias a una mejora en sus condiciones económicas. Aún sin rebajarnos al fondo de la escala social, el progreso económico es esencial para posibilitar una buena educación, una existencia tolerable de las mujeres, y en general la libertad necesaria para basar cualquier avance de la nación lo suficientemente sólido. No suelen ser los más oprimidos ni los más enfermizos quienes hacen una reclamación más efectiva de justicia social, de una reorganización de la sociedad que le dé menos a los privilegiados y más al hombre común.
Durante las guerras napoleónicas, mientras que los terratenientes ingleses aumentaban sus rentas, la masa de población empobrecida se hundía en una indigencia cada vez más grande. Sólo después, durante la larga paz, una menos injusta distribución empezó a ser posible. No se debe dudar que el deseo por parte de los hombres ricos de distraer las mentes de los hombres de cualquier reclamación de justicia social ha sido uno de los motivos más o menos inconscientes que han llevado a la guerra en la Europa moderna. En todas partes los partidos políticos que han representado a los privilegiados han sido los principales instigadores del odio internacional, y de persuadir al trabajador de que su principal enemigo en realidad es extranjero. Así la guerra, y el miedo a la guerra, tiene un doble efecto retardante del progreso social; disminuye los recursos disponibles para mejorar las condiciones de las clases modestas, y distrae las mentes de los hombres de la necesidad y de la posibilidad de una mejora general de sus condiciones persuadiéndolos de que la única ganancia posible está en asesinar a sus camaradas de otro país. El nacimiento del socialismo internacional es en gran parte una protesta contra este engaño y, a pesar de que hay quien considera al socialismo como simplemente una doctrina económica, su internacionalismo lo convierte en la fuerza más sana de la política moderna, y el único movimiento que ha conservado algún grado de juicio y humanidad en el caos presente.
De todos los males de la guerra el mayor, en mi opinión, es el mal puramente espiritual; el odio, la injusticia, el repudio de la verdad, el conflicto artificial donde, si alguna vez la ceguera de los instintos atávicos y la siniestra influencia de los intereses antisociales, como los armamentísticos o la prensa subversiva, pudieran haber sido superados, se habría podido apreciar que hay una consonancia real de los intereses y la identidad esencial de la naturaleza humana; de cualquier razón para reemplazar odio por amor.
Mr. Norman Angell ha mostrado cómo de irreal, cuando se aplica a los conflictos de los estados civilizados, es el vocabulario de los conflictos internacionales, cómo de ilusorios son los beneficios que se suponen obtenidos tras una victoria, y cómo de falaces son los daños que, en tiempos de paz, las naciones suponen que es posible infligir durante la contienda económica. La importancia de esta tesis yace, no tanto en su aplicación económica directa, sino en la esperanza que proporciona para la liberación de mejores impulsos espirituales en la relación entre distintas cominudades. Amar a nuestros enemigos, aunque deseable, no es fácil; y por tanto es bueno darse cuenta de que la enemistad nace de la ceguera, y no de necesidad física inexorable alguna.
III.
¿Alguna guerra ha proporcionado el suficiente bien a la humanidad como para compensar los males que estamos considerando? Creo que sí han habido tales guerras en el pasado, pero no son guerras del tipo que concierne a nuestros diplomáticos, para las que nuestros ejércitos actuales están preparadas, ni para las que el conflicto actual puede servir de ejemplo. De cara a clasificarlas, podemos groseramente distinguir cuatro clases de guerras, aunque por supuesto en un momento dado cualquier conflicto podría no ser fácilmente clasificado en una de las cuatro. Para nuestro propósito distinguimos: (1) Guerras de colonización; (2) Guerras de principios; (3) Guerras en defensa propia; (4) Guerras de prestigio. De estas cuatro clases debería decir que las dos primeras están habitualmente justificadas, la tercera raramente excepto contra un adversario de una civilización inferior, y la última, la clase a la que pertenece el conflicto actual, nunca. Permítasenos considerar estos cuatro tipos de guerra en sucesión.
Por guerra de colonización me refiero a una guerra cuyo propósito es desplazar a la población completa de algún territorio y reemplazarla por una población invasora de una raza diferente. Las guerras clásicas eran principalmente de este tipo, del cual tenemos buenos ejemplos en la Biblia. En la era moderna, los conflictos entre europeos e indoamericanos, maoríes y otros aborígenes en regiones tropicales han sido de esta clase. Tales guerras están por completo carentes de justificación técnica, y son habitualmente más despiadadas que cualesquiera otras. No obstante, si juzgamos por el resultado, no podemos arrepentirnos de que dichas guerras hayan tenido lugar. Tienen el mérito, a menudo falazmente reclamado para todos los conflictos, de llevar a la supervivencia del mejor adaptado; y se opina que gracias a estas guerras la porción civilizada del mundo ha podido extenderse desde los alrededores del Mediterráneo hasta la mayor parte de la superficie terrestre. Durante el siglo dieciocho, en el que se solían bendecir las virtudes de los salvajes contra la insoportable corrupción de las cortes, no hubo sin embargo escrúpulo en expulsar a los nobles salvajes que habitaban las tierras norteamericanas. Y no nos podemos permitir en este momento condenar el proceso por el cual el continente americano se ha equiparado a la civilización europea. Para que este tipo de guerra pueda estar justificada, es necesario que haya una gran e innegable diferencia entre la civilización de los colonizadores y la de los nativos despojados de sus tierras. Es necesario también que el clima sea uno que permita que la raza invasora pueda más tarde florecer. Cuando se satisfacen estas condiciones la conquista queda justificada, aunque la lucha real contra los habitantes originales preferiblemente deba ser evitada siempre y cuando así la colonización siga siendo posible. Mucha gente objetaría contra mi teoría de la justificación de este tipo de robo, pero no creo que pueda hacerse ningún reproche práctico ni efectivo.
Tales guerras, sin embargo, hoy en día pertenecen al pasado. Las regiones donde el hombre blanco puede vivir están ya todas asignadas, bien a razas blancas o a razas amarillas a las cuales el hombre blanco no es claramente superior y a las que, en cualquier caso, no es lo suficientemente fuerte para expulsar. Aparte de pequeñas expediciones punitivas, las guerras de colonización, en su sentido más amplio, ya no son posibles. Lo que hoy en día llamamos guerras coloniales no buscan sustituir la ocupación completa de un país por una raza conquistadora; sólo buscan asegurar ventajas económicas y gubernamentales. Pertenecen, de hecho, más bien a lo que llamo guerras de prestigio, que a guerras de colonización en el sentido clásico. Hay, es cierto, unas pocas raras excepciones. Los griegos, en la segunda guerra balcánica, condujeron una guerra de colonización contra los búlgaros. Pretendiendo ocupar un determinado territorio, mataron a todos los hombres y secuestraron a sus mujeres. Pero en un caso así la justificación expuesta falla, dado que nunca existió una evidencia de civilización superior de parte de los pretendidos conquistadores.
A pesar, sin embargo, del hecho de que las guerras de colonización pertenecen al pasado, los sentimientos y las creencias sobre la guerra actual siguen siendo aquellos apropiados a las ahora extintas condiciones que hicieron aquellas guerras posibles. Cuando comenzó la presente guerra, mucha gente en Inglaterra imaginó que si los aliados vencían Alemania dejaría de existir, Alemania sería destruida y pulverizada, y dado que esas frases sonaban vigorosas y estimulantes, la gente erró en ver que no tenían significado. Hay setenta millones de alemanes; con suerte podríamos, si tenemos éxito en la guerra, matar a dos millones de ellos. Quedarían sesenta y ocho millones de alemanes y en pocos años la pérdida de población debida a la guerra quedaría superada. Alemania no es sólo un estado, sino una nación, unida por una lengua común, y tradiciones e ideales comunes. Acabe como acabe la guerra, la nación seguirá existiendo al final, y su fuerza no puede ser permanentemente retenida. Pero la imaginación sobre lo que sucede en una guerra sigue estando en Homero y en el Viejo Testamento; y todavía a quienes no pueden ver que las circunstancias han cambiado desde que aquellos libros fueron compuestos son llamados hombres prácticos y se les presume libres de falsas ilusiones. Aquellos, por otra parte, con cierto conocimiento del mundo moderno y alguna capacidad para liberar sus mentes de la influencia de determinadas frases, son llamados soñadores, idealistas, traidores o amigos de cualquier otro país excepto el suyo. Si se entendiesen los hechos, las guerras entre naciones civilizadas cesarían, dado su inherente absurdo. Las pasiones siempre están por detrás de las organizaciones políticas, y los hechos que no dejan espacio para las pasiones no suelen admitirse fácilmente. Para que el odio, el orgullo y la violencia tengan su sitio, los hombres se ciegan inconscientemente a los hechos más simples de la política y la economía, y la guerra moderna sigue justificándose con frases y teorías inventadas por hombres mucho más simples de un tiempo también mucho más sencillo.
IV.
El segundo tipo de guerra que podría estar en ocasiones justificada es la que podría llamarse guerra de principios. A esta clase pertenece la guerra entre protestantes y católicos, o las guerras civiles inglesa y americana. En tales casos cada bando, o al menos un bando, está honestamente convencido de que el progreso de la humanidad depende de la adopción de ciertas creencias, creencias que, por ceguera o simple depravación, la humanidad no reconocerá como razonables excepto si se presentan a punta de bayoneta. Tales guerras podrían justificarse; por ejemplo, una nación que practica la tolerancia religiosa podría encontrar justificación en resistirse ante otra nación invasora que mantiene un credo distinto. Así podríamos justificar la resistencia de los holandeses ante franceses e ingleses en tiempos de Carlos II. Pero estas guerras de principios están justificadas mucho menos a menudo de lo que nuestros contemporáneos creen. Es raro que un principio de valor genuíno para la humanidad sólo pueda ser propagado por la fuerza militar. Como regla general, es la parte mala de los principios y no la parte buena la que hace necesaria una lucha en su defensa. Por esta razón aquella parte mala es la que toma protagonismo durante el progreso de una guerra de principios. Una nación sosteniendo una guerra en defensa de la tolerancia religiosa con seguridad perseguiría a aquellos de sus ciudadanos que no creyesen en tal tolerancia. Una guerra de parte de la democracia, si es larga y dura, acabará con seguridad excluyendo del poder a aquellos que no estuvieron a favor de la misma.
Mr. George Trevelyan, en un pasaje elocuente, describe la derrota que, como consecuencia última de nuestra guerra civil, sufrieron los ideales de tanto puritanos como caballeros. Esta fue la maldición de los vencedores, no morir, sino vivir, y casi perder su terrible fe en Dios; cuando presenciaron la Restauración, no de una vieja alegría demasiado alegre para todos ni de una vieja lealtad demasiado leal para ellos, sino de la corrupción y el egoísmo de quienes no tenían país ni rey. El sonido de los cañones puritanos ha cesado hace mucho tiempo, pero aún en el silencio del jardín pesan el destino inalterable, dando vueltas sobre sitiadores y asediados, con tal precipitación por destruirse entre ellos y permitir que sólo los viles sobrevivan. Este conflicto común entre ideales opuestos es el castigo usual, aunque no invariable, por apoyar los ideales por la fuerza. Mientras que podría concederse que este tipo de guerras no siempre deben ser condenadas, debemos sin embargo escrutar muy escépticamente cualquier reclamación de que una guerra está justificada porque la victoria de uno de los bandos será la de un principio importante para nosotros.
Hay quien mantiene que la presente guerra es una guerra en defensa de la democracia. No sé si este punto de vista es adoptado por el Zar, y buscando la estabilidad de la alianza sinceramente espero que no lo sea. No deseo, sin embargo, disputar la proposición de que la democracia en las naciones occidentales sufriría de vencer Alemania. Lo que sí deseo disputar es la creencia, sostenida frecuentemente en Inglaterra, de que si los aliados vencen la democracia puede serle obligada a una Alemania que no la desea como parte de las condiciones de la paz. Quien piensa así ha perdido de vista la letra del espíritu de la democracia. Los alemanes tienen la forma de gobierno que desean y cualquier otra forma impuesta por una victoria extranjera no estaría en armonía con el espíritu de la propia democracia, aunque se piense que sí conforma con aquella letra. Se hace bien en desear intensamente la victoria de los ideales que creemos importantes, pero suele ser un signo de indebida impaciencia creer que lo importante para los ideales de uno puede ser llevado adelante mediante la sustitución de fuerza por persuasión pacífica. Forzar la democracia por la guerra es sólo repetir, a gran escala y con resultados mucho más trágicos, el error de quienes la buscaron aquí vía el cuchillo del asesino y la bomba del anarquista.
V.
El siguiente tipo de guerra a ser considerada es la guerra en defensa propia. Se admite universalmente como justificable este tipo de guerra, y sólo Cristo y Tolstoi han llegado a condenarlas. La justificación de las guerras en defensa propia es muy conveniente, dado que que se sepa nunca ha habido aún una guerra en la que no haya habido defensa propia. Los estrategas nos aseguran que la verdadera defensa es el ataque; y cada gran nación cree que su propia fuerza descomunal es la única garantía posible de paz mundial y que sólo puede garantizarse con la derrota de otras naciones. En la guerra actual, Serbia se defiende de la brutal agresión de los austrohúngaros. Austria y Hungría se defienden de la agitación revolucionaria que se pretende que los serbios han fomentado. Rusia está defendiendo a los eslavos contra la amenaza de los teutones; Alemania defiende a la civilización teutona contra las provocaciones de los eslavos. Francia se defiende contra una repetición de lo de 1870 e Inglaterra, en principio sólo preocupada de que se mantenga el
status quo, no deja desde luego de defenderse de una potencial amenaza contra su superioridad marítima. La apelación a la defensa propia por parte de cada combatiente aparece ante su enemigo como simple hipocresía porque, en cada caso el adversario piensa que tal defensa propia sólo quedará satisfecha por la conquista. Mientras que se considere que el principio de la defensa propia es una justificación suficiente para la guerra, una guerra en defensa propia sólo podrá justificarse tal y como una guerra de principios lo hace. Pienso, sin embargo que, incluso como asunto de política práctica, el principio de no-resistencia contiene una inmensa cantidad de sabiduría que el hombre aprovecharía si tuviese el coraje de intentarlo.
Los males sufridos durante una invasión hostil se sufren porque se ofrece resistencia. El Ducado de Luxemburgo, que no estaba en posición de ofrecer resistencia alguna, ha escapado al terrible destino de otras regiones ocupadas por tropas hostiles. Lo que una nación civilizada puede conseguir contra otra por medio de la conquista es mucho menos de lo que se supone comúnmente. Se dice, aquí y en Alemania, que cada parte lucha por conservar su existencia pero, cuando se escruta este razonamiento, se encuentra que oculta gran parte de confusión en el pensamiento inducida por el pánico irreflexivo. No podemos destruir Alemania ni con una victoria militar completa ni asímismo puede Alemania destruir Inglaterra ni aún sí todos nuestros barcos fuesen hundidos y Londres fuese tomado por los prusianos. La civilización inglesa, el idioma inglés, las fábricas inglesas, aún existirían y, como ejemplo de política práctica, sería totalmente imposible para los alemanes establecer una tiranía en este país. Si a los alemanes, en lugar de resistir por la fuerza de las armas, se les hubiese permitido pasivamente establecerse dondequiera que hubiesen deseado, el halo de gloria y coraje que rodea a la brutalidad de los éxitos militares no habría aparecido, y la opinión pública en la propia Alemania hubiese considerado imposible toda opresión. La historia de nuestros propios asuntos con nuestras colonias facilita suficientes ejemplos que muestran cómo bajo tales circunstancias el rechazo de un autogobierno no es posible. En una palabra, son los medios con los que se repele una agresión hostil los que hacen que las agresiones hostiles resulten desastrosas y los que generan el miedo por el cual las naciones hostiles llegan a considerar la agresión justificada. Como entre naciones civilizadas, por lo tanto, la no-resistencia dejaría de parecer un ideal religioso distante y pasaría a ser considerado el curso de una sabiduría práctica. Sólo el orgullo y el miedo se interponen a su adopción. Pero el orgullo de la gloria militar podría ser sustituido por un orgullo más noble, y el miedo ser superado por una realización más clara de la solidez y la indestructibilidad de las naciones civilizadas modernas.
VI.
El último tipo de guerra que tenemos que considerar es la que he llamado guerra de prestigio. El prestigio raramente es más que uno de los elementos que causan una guerra, pero habitualmente es un elemento muy importante. En la presente guerra, hasta que finalmente estalló por completo, era de hecho el único elemento implicado, aunque tan pronto comenzo la lucha otros muchos más importantes pasaron a plantearse. La cuestión inicial entre Austria y Rusia era prácticamente en su totalidad un asunto de prestigio. La vida de los habitantes de los Balcanes no debería haberse visto demasiado afectada por la participación o no de oficiales austríacos junto con los presuntos cómplices serbios de los asesinatos de Sarajevo. Esta importante cuestión, una de por las cuales la guerra está siendo librada, concierne a lo que se conoce como la hegemonía en los Balcanes, y es absolutamente una cuestión de prestigio. El hombre desea sentir el triunfo, y teme a la sensación de humillación que supone satisfacer por completo las demandas de otra nación. Antes que hacer inevitable el triunfo, que hacer eterna la humillación, se desea aplicarle al mundo los mismos desastres que se están sufriendo y todo el cansancio y la pobreza que va a seguirse sufriendo. El deseo de castigar y hacer eternos esos males está casi universalmente bendecida; se considera de alto espíritu, digno de una gran nación que demuestra fidelidad a las tradiciones ancestrales. El más tenue signo de razonabilidad es atribuido al miedo, y se recibe con vergüenza en un bando y mofas en el otro. En la vida privada existía el mismo estado de opinión cuando los duelos aún se practicaban, y aún existe en los países donde la costumbre permanece. Ahora se reconoce en cualquier parte del mundo anglosajón que el concepto del honor que hizo que los duelos existiesen era una estupidez y un engaño. Puede que no sea demasiado esperar que algún día el honor de las naciones, como el de los individuos, acabe siendo medido sólo por su capacidad para hacer daño. Puede difícilmente ser esperado, sin embargo, que ese cambio llegue mientras la relación entre las naciones siga estando en manos de diplomáticos que actúan únicamente bajo el anhelo del triunfo militar o diplomático del país del que proceden, y cuyo modo de vida les hace ignorantes de los hechos políticos y económicos realmente importantes para la vida de los ciudadanos, y de los cambios de opinión y de organización que han hecho de este mundo un lugar muy distinto del que era en el siglo dieciocho. Si debe hacerse algún tipo de progreso introduciendo algo de salud mental en las relaciones internacionales, es vital que esas relaciones estén en manos de personajes alejados de la aristocracia, más cerca del hombre normal, y más emancipados de los prejuicios de un tiempo pasado. Es necesario también que la educación popular, en lugar de inflamar el odio hacia los extranjeros y de representar incluso el más minúsculo triunfo como digno de los más elevados sacrificios, intente en cambio producir algún sentido de solidaridad con la humanidad y desprecio hacia aquellos elementos hacia los que los diplomáticos, casi siempre secretamente, hacen fluir la virilidad y el heroísmo de su pueblo.
Los objetivos por los que los hombres han luchado en el pasado, justos o injustos, no deben seguir siendo obtenidos mediante guerras entre naciones civilizadas. El gran peso de la tradición, de los intereses económicos o de la insinceridad política, está estrechamente ligado al anacronismo de la hostilidad internacional. Sin embargo, puede que no resulte quimérica la esperanza de que la presente guerra, que ha estremecido la conciencia de la humanidad más que cualquier otra guerra en la historia anterior, produzca una repulsión hacia métodos anticuados que podría llevar a naciones exhaustas a insistir en una hermandad y una cooperación que sus gobernantes les han negado antes. No hay motivo contra el establecimiento de un consejo de potencias que delibere todas las disputas de cara al público. Nada se opone a esto excepto el orgullo de gobernantes que no desean que nada que no sean sus propios deseos les controle. Cuando esta gran tragedia ya se haya encaminado a su desastrosa conclusión, entonces las pasiones de odio y autoafirmación habrán dado paso a la compasión con la miseria universal, y las naciones posiblemente se darán cuenta de que han estado luchando ciegas y engañadas, y que el camino de la piedad es el camino de la felicidad para todos.
Bertrand Russell, Trinity College, Cambridge.
The Ethics of War, por
Bertrand Russell, fue publicado en el número de enero de 1915 del
International Journal of Ethics. El original está disponible en el dominio público. Se facilita la traducción bajo la misma licencia que el resto del
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