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Caspar Melville entrevista para New Humanist a Michail Ryklin, filósofo ruso. En su trabajo más reciente, Ryklin aporta innovadores puntos de vista sobre la Revolución Comunista y cómo desde el punto de vista intelectual actual, ese primer Comunismo debe ser considerado una forma de religión y no de forma metafórica. La traducción es de Ismael Valladolid, editor de La media hostia.
Caspar Melville
Michail Ryklin es famoso, diríase que infame, en su Rusia natal. Junto con su mujer, la artista
Anna Alchuck, es objetivo del odio público tras relacionarseles con la exhibición
Caution:Religion! de la que Ryklin ya escribió en un número anterior de
New Humanist —N. del T.; Alchuck apareció asesinada el pasado mes de abril, tras ser escrito este artículo—. Su libro sobre dicha exhibición ha despertado aún mayor controversia, tanta como sus críticas públicas a
Vladimir Putin.
Desde 2007 vive en Berlin para escapar de las miradas malevolentes del público. En su nuevo hogar Ryklin está construyendo una formidable reputación. Escribe habitualmente para la prensa intelectual, incluyendo
Lettre International y
Osteuropa y varios de sus libros han sido aclamados tras ser traducidos al alemán. Su libro sobre los acontecimientos que siguieron a la exhibición
Caution:Religion! ganó el prestigioso premio Leipzig Book Price en 2007.
Su libro más reciente es
El Comunismo como Religión: Los Intelectuales y la Revolución de Octubre explora el trabajo de una serie de intelectuales europeos que visitaron Moscú en los años tras la Revolución de Octubre de forma que quede iluminada la forma en la que el Comunismo se presentó de forma casi mística ante una generación de artistas y escritores. Se explora la tesis de que el Comunismo se entiende mejor como una forma de religión, posiblemente la más importante del siglo XX, que como una forma de sistema político ateísta.
El libro ha sido aclamado por su punto de vista original sobre la historia de la Revolución, pero también por la luz que arroja sobre la Rusia contemporánea.
A pesar de todo esto, Ryklin es aún desconocido en el mundo anglosajón —N. del T.; y en el de habla hispana—. Su artículo para
New Humanist publicado en enero es su primera impresión en inglés, prueba posiblemente del océano que aún separa el mundo anglófono del resto de Europa como una cortina de hierro. Ryklin de hecho no tiene aún editorial para ser publicado en el Reino Unido ni en los Estados Unidos. Decido entonces charlar directamente con él, quien habla un inglés cuidadoso pero asombrosamente elegante y preciso.
Después de desplazarme a Berlín, donde vive en algo a lo que llama «semi exilio» —vuelve a Moscú a menudo para visitar a su familia pero no se siente bienvenido— decidimos comentar los elementos centrales del libro, un diagnóstico del intenso periodo de Comunismo religioso que él data entre 1917 y 1939 y sus implicaciones para entender la Rusia actual.
Empezamos con la idea de Ryklin del Comunismo como una forma de religión. No es una idea completamente nueva. ¿Qué le ha hecho pensar que aún le queda recorrido a esa perspectiva? «Es cierto» concede «que la idea no es completamete nueva. Pero lo que yo digo es diferente de lo que se ha dicho antes. El Comunismo ha sido tratado por autores como Raymond Aron y otros alemanes como una especie de sustituto de la religión, una pseudo religión, o incluso una parodia. Conceden un parecido con la religión pero no más que eso. Lo que yo argumento, por otro lado, es que el Comunismo era realmente una religión, y seguramente la más importante religión del siglo XX». Pero, ¿cómo puede ser realmente una religión sin tener dios? «Es cierto, y es precisamente esta característica la que atrajo a tantos intelectuales hacia el Comunismo. Habiendo crecido en tradiciones monoteístas, muchos de estos intelectuales llegaron a Rusia tras la Revolución de 1917 fascinados por la idea de que la vida de un país transcurriese sin un dios. Veían la Revolución como el acontecimiento que resolvería el puzzle de la historia».
«Pero en el corazón del Comunismo late una paradoja, la de que renunciar a un dios es de hecho el artículo fundacional de su fe. En la orgullosa creencia de haberse desplazado del reino de dios y de la fe hacia el reino de las leyes científicas de la historia, los revolucionarios y quienes les apoyaban se revelaban en realidad como auténticos creyentes.»
«Y aquí es donde necesitamos ser capaces de apartarnos de las categorías conlas que hemos crecido. Por supuesto hay diferentes definiciones de religión. Ningún cristiano, ni ningún monoteísta, aceptará la definición del Comunismo como religión porque para ellos la presencia de Dios es la raíz de la definición de cualquier religión. Pero sólo las religiones basadas en la Biblia, el Cristianismo, el Judaísmo y el Islam, que comparten un origen común en el Antiguo Testamento, ponen un énfasis tal en la idea de Dios. No lo hacen los budistas, por ejemplo, para quienes un dios no es tan importante, o es incluso un elemento secundario en la religión, y ocurre lo mismo en otros sistemas religiosos.»
«Hay una definición científica y sociológica de religión que es muy diferente. Este punto de vista —expresado en el trabajo de Émile Durkheim o Max Weber y en el de otros antropólogos— define a la religión como una especie de experiencia totalizadora, algo por lo que la gente está preparada para sacrificarlo todo y que le da sentido a su vida entera. Según esta definición desde luego el Comunismo es religión. Para millones de personas el sentido de sus vidas fue el Comunismo como con junto de creencias. El Comunismo era una religión real.»
El libro de Ryklin se fija en los escritos de seis intelectuales europeos —Bertrand Russell, Walter Benjamin, André Gide, Arthur Koestler, Lion Feuchtwanger y Bertold Brecht— que viajaron a Moscú con grandes esperanzas en la Revolución. Tomados juntos, esos textos forman un género en sí mismos, llamado «returnee literature» por el teórico francés —y profesor de Ryklin— Jacques Derrida. Todos ellos visitaron Moscú entre la Revolución de Octubre de 1917 y 1939, momento en el que según Ryklin comenzó a expirar la era religiosa del Comunismo soviético tras la decepción por el pacto entre Stalin y Hitler.
¿Por qué un autor ruso se fija en extranjeros para conseguir pistas sobre la lógica que yace bajo el Comunismo? «La experiencia de estos escritores fue tan inusual, tan sorprendente, que tiene sentido registrarla como un género separado. Registran una especie de éxodo a la Meca de la Revolución, sus percepciones en tiempo real de lo que estaba sucediendo y sus dudas, en una época de pérdida de la inocencia y de grandes desengaños tras el periodo totalitario. Tras 1939 no encontramos ya textos tan religiosamente inspirados en la experiencia soviética. Me interesó mucho saber por qué tan diversos autores peregrinaron a Moscú y escribieron textos tan inspiradores sobre los logros de la Revolución y su futuro. ¿Cómo explicamos esta exhaltación? Esa era mi pregunta inicial».
Tomando a los autores en el orden en el que visitaron Moscú, Ryklin se encuentra primero con el gran filósofo racionalista británico Bertrand Russell, quien viajó con una delegación de la Unión de Comercio a Moscú en 1920, dos años antes de nacer la Unión Soviética. Se reunió con Lenin y cuando volvió a su país escribió su clásico tratado
Teoría y Práctica del Bolchevismo. «Russell estaba identificado con la desilusión generalizada con el capitalismo tras la Primera Guerra Mundial. Estaban enfadados y creían que el estado de las cosas tenía que cambiar radicalmente. Russell admiraba sinceramente el giro radical en Rusia. Escribió que la Revolución Bolchevique podría acabar siendo más importante que la Revolución Francesa y creía que el orden social ruso estaba tan podrido que realmente merecía ser abolido. Lo que no aceptaba era la violencia. Era alquien que no pensaba que por medio de la violencia pudiese llegar la justicia y éste era su principal argumento contra el Bolchevismo».
Russell fue también uno de los primeros comentaristas en notar la fe debajo del núcleo de la Revolución. «Russell era un gran crítico de la religión militarizada, y comparaba el Bolchevismo con el Islam. Como científico, matemático y lógico, Russell veía más alla de la proclamación de que los revolucionarios seguían leyes científicas».
«Fue uno de los primeros en decir que Lenin era un tipo que se pretendía científico y que pesumía de actuar siguiendo las leyes de la historia, pero que en él no veía ninguna traza de ciencia. Eran, para Russell, creyentes, fundamentalistas y fanáticos. Afirmaba ver algo interesante en su fanatismo, pero nada que ver con las leyes de la historia, que para Russell estaban subordinadas a la ciencia como único método de análisis. Desde el principio entendió que era un problema de religión y no un problema de ciencia.»
Si Russell puso el ojo racionalista en la Revolución, el siguiente testigo de Ryklin era declaradamente romántico. En contraste con el frío empirismo anglosajón de Russell, el periodista y teórico social alemán Walter Benjamin gustaba del misticismo y de la especulación histórica. Viajó a Moscú en 1926, en pleno auge de la Revolución. Llegó a la ciudad convencido de alistarse al partido y comprometerse con la causa soviética. Pero, como sucede en las historias de amor, con la familiaridad se perdió la pasión, y cuanto más aprendió Benjamin del sistema soviético, más dejaba de fascinarle, como recordó en su
Diario de Moscú. «Estaba muy decepcionado» cuenta Ryklin. «Quería encontrar un lugar para él mismo como periodista o como intelectual independiente. Quería ser el corresponsal europeo de una revista de Moscú y necesitaba dinero porque su familia había perdido su fortuna durante la enorme inflacción en Alemania en los años 20. Pero el sistema revolucionario era demasiado rígido, y las exigencias sobre sus compañeros de viaje demasiado altas. Su talento, el que le hizo uno de los mejores periodistas alemanes, allí nadie lo necesitaba».
«La Revolución quería propagandistas, no intelectuales independientes con ideas propias. Lentamente entendió que no había lugar para su proyecto en Rusia. Fue una crisis personal. Su
Diario de Moscú es un documento ambiguo. Vemos lo que le inspiró y lo que más tarde le desengañó. Aunque seguía desengañado cuando volvió a Alemania, siguió escribiendo que era necesario viajar a Moscú para quien qisiera entender Europa. Cuando volvió a Berlín declaró que su óptica hubo cambiado. "He empezado" escribió "a ver la ciudad en la que he nacido con otros ojos".»
En contraste a la experiencia ajena de Russell y Benjamin, el autor húngaro Arthur Koestler era alguien de dentro, habiéndose unido al partido comunista mientras vivía en Berlín en 1931. Era leal al partido y podría haber incluso trabajado para la policía secreta rusa, la NKVD. Viajó en múltiples ocasiones a Rusia durante los tempranos años 30, recopilando material para un libro. En contraste con el desengaño de Benjamin, a Koestler le fascinó recibir continuamente dinero para un libro que aún tenía que escribir, habiendo sido identificado como un miembro útil en potencia para la propaganda. Koestler volvió a Alemania y, por lo que Ryklin ha averiguado, pudo haber escrito un libro en el que se vanagloriaba el brillo de la superioridad soviética, que habría sido publicado sólo en Alemania, o incluso nunca haber sido escrito.
Ryklin ha encontrado registros de pagos hechos a Koestler en concepto de derechos de traducción al ucraniano, al georgiano y a otras lenguas, una evidencia de la forma en la que el estado soviético premiaba a sus propagandistas. Contra el caso de Russell y Benjamin, la decepción de Koestler con el Comunismo no llegó durante su estancia en Rusia sino más tarde, en España durante la Guerra Civil. «Koestler vio cómo los agentes soviéticos ejecutaban a anarquistas y a otros hombres de izquierdas, y su fe se vio derrumbada por esta experiencia. Dos de sus amigos, quienes vivían en la Unión Soviética, fueron arrestados y tuvo que escribir una carta para que fuesen liberados. Lo fueron, pero el hecho de que al menos una vez dudara de los métodos de la policía secreta fueron el principio del fin».
«Hizo una lectura en París en la que denunciaba la idea Comunista de que el estado debía controlar a sus ciudadamos. Argumentó que la gente debía estar autorizada a pensar libremente. Esto era completamente inaceptable y fue expulsado del partido. La gota que colmó el vaso fue el pacto entre nazis y soviéticos en 1939 y los juicios a antiguos revolucionarios, sobre los que escribió tan dramáticamente en su novela
Oscuridad a Medianoche. La importancia del testimonio de Koestler para Ryklin es la forma en la que es capaz de escribir sobre su enamoramiento y su desencanto desde dentro. Es capaz de narrar la fe ciega del revolucionario, habiendo él mismo estado ciego. Su perspectiva es la del apóstata.
«Koestler escribe que entendió la naturaleza religiosa del comunismo después de abandonarlo. Dice que la condición previa para ser un creyente comunista es verse a sí mismo como no religioso. Entiendes la naturaleza religiosa de tu creencia después de abandonarla. Durante el acto de fe, en cambio, te ves a ti mismo como simplemente ayudando a la inevitable lógica de las leyes de la historia.»
Como contrapartida a Koestler el apóstata —quien dedicó el resto de sus días a una pública oposición al Comunismo— tenemos al radical autor alemán Bertol Brecht, quien acompaño el viaje toda su vida. Ryklin se fija en Brecht para arrojar luz sobre la forma en la que el Comunismo como creencia era lo suficientemente poderoso como para cegar a sus seguidores ante las inconsistencias y las atrocidades del estalinismo. Incluso tras haberlas sufrido sus amigos o incluso ellos mismos. Brecht es un caso de estudio de devoción ciega. Aunque sus diarios privados contienen cierta crítica al sistema soviético, en público nunca fue nada menos que completamente leal. Creía que cualquier sistema capaz de haber apartado el concepto de propiedad privada era por definición superior a las democracias burguesas que permitían o incluso animaban a la desigualdad económica. «Éste» cuenta Ryklin «es un artículo de fe del que nunca dudó. Fue creyente ciego en la Revolución para siempre por este motivo».
Se las arregló para aferrarse a su fe a pesar de los cada vez más evidentes excesos del régimen soviético. Aún después de que su gran amigo, el traductor Sergei Tretyakov fuese arrestado en 1937 —se arrojó por las escaleras en prisión como acto final de rebeldía— o de que Carola Neher, su actriz favorita, fuese enviada a un campo de trabajos forzados donde murió, Brecht permaneció siempre leal. Fue alabado en Moscú y utilizado por los propagandistas a la menor oportunidad. Entre las fuentes de Ryklin, Brecht es la que más le hubo debido a la Revolución en términos de impacto en su trabajo. Su estilo y sus puntos de vista cambiaron por completo tras la Revolución y, junto con el cineasta Sergei Eisenstein, fue el encargado de traducir el temprano estilo revolucionario de 1917 hacia el modernismo de los años 20.
El principio Brechtiano de que las audiencias están para incomodarlas, de que la identificación con la audiencia y la trama convencional pueden ser sacrificadas con el objetivo desafiante de presentar relaciones sociales objetivas, estaba inspirado, pero también pagado, por el espíritu transformador de la Revolución. Pero la historia, en vez de seguir las leyes de la inevitabilidad, decidió seguir siendo un puzzle. En 1932 Stalin editó su notable decreto sobre
La Reconstrucción de las Organizaciones Artísticas y Literarias que declaró que el modernismo experimental era burgués y decadente e instauró el realismo soviético —neoclásico, heróico, representacional, optimista sin críticas— como la estética oficial del estalinismo. Una forma de arte que inspiraba a su gente y supuestamente iba por delante de la avalancha utópica comunista.
Así que mientras que Brecht promocionaba el estalinismo por toda Europa, y recibía premios del pripio Stalin —Como el Premio de la Paz en 1955— sus obras no fueron representadas hasta finales de los 70 y los 80, consideradas por el dogma oficial como anti revolucionarias.
Aún con Brecht aferrado al dogma como el más ferviente seguidor religioso, Ryklin insiste en que para 1939 la fase religiosa del Comunismo ruso había finalizado, y la fe era reemplazada por el terror. Mientras que el estalinismo seguía usando imaginería religiosa —culto a la imagen, adoración de santuarios públicos como la tumba de Lenin, el desfile del Día de la Revolución, todos elementos religiosos— la devoción de la gente era cada vez menos importantes. Una de las razones por las que la devoción a la Revolución se desvanecía era que para 1939 Stalin había ya asesinado a todos y cada uno de los apóstoles iniciales de la Revolución. Otro motivo era la nueva organización de la sociedad soviética. «El estalinismo» cuenta Ryklin «no confía en la fe sino en el control. La igualdad en las primeras fases fue sustituida por una estricta jerarquía de comités, policía secreta, espías. Todo diseñado para el control de la sociedad. Stalin lo llamaba vigilancia revolucionaria. Donde la posibilidad de denuncia es universal, se pierde la fe en la revolución, en los vecinos, y en uno mismo».
Para Ryklin el legado permanece en la Rusia contemporánea. Con la caída de la Unión Soviética, Rusia ha atravesado una reevaluación de su propia historia, y ha llegado a conclusiones sorprendentes y para Ryklin preocupantes. «Lenin ya no tiene influencia en la sociedad rusa. Ha sido declarado enemigo de la religión, y eso significa enemigo de rusia, auténtico ateo, persona peligrosa, terrorista. Stalin, por otro lado, es visto como alguien que nunca estuvo decididamente contra la Iglesia Ortodoxa. No hay prueba histórica de esto, sólo el deseo de ver a Stalin de esa forma. Se le reconoce el político más influyente de la historia rusa, instrumental para la derrota de los nazis, el evento más importante del siglo pasado para los rusos. El pacto está olvidado, a los asesinos de masas se les perdonó como parte del proceso de modernización que debía prepararles para la guerra, explicada como algo necesario. Lenin es ahora el chivo expiatorio. Stalin está más limpio que nunca».
Para Ryklin una nueva forma de creencia nace en Rusia, mezclando el Cristianismo Ortodoxo con el nacionalismo ruso y el culto a la personalidad de Stalin. En lugar de creer en la superioridad del socialismo ahora se cree en lo excepcional de Rusia, y en un uso paranoico de la idea estalinista de la «denuncia universal» que sirve para ver a cualquier otro país como enemigo. «Hay mitos que todavía millones de rusos creen» dice Ryklin con cierto desánimo. «Piensan que el resto del mundo odia a Rusia porque Rusia es buena, y el resto del mundo es malo».
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