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Santiago Navajas
Steven Spielberg, todavía con la boca abierta tras un pase de Avatar, lo tiene claro; el futuro del cine pasa por las tres dimensiones, la tecnología digital y una iconografía lo más parecida posible a la que los adolescentes disfrutan en los videojuegos. Es posible que las tres dimensiones sean, al fin, el equivalente del paso del mudo al sonoro o del blanco y negro al color. En ese caso, Avatar está destinada a ser una pieza de museo; desde su misma proyección, está caduca y obsoleta. Aunque, debido al narcisismo y la falta de sentido del humor de su director, productor y guionista, no tendrá la inocencia glamurosa de El cantor de jazz.
Avatar es una contradictoria combinación de vanguardismo tecnológico al servicio de una historia retrógada. Desde el principio está todo el pescado —podrido— vendido; cuánto tardará el protagonista en convertirse en líder de los indígenas, cuánto tardará en ligarse a la chica, cuánto tardará en matar al malo malísimo. Y bostezos y efectos ópticos más o menos ingeniosos hasta el happy end de rigor —mortis—. Justo lo contrario de lo que hizo Godard en Al final de la escapada. Medios precarios para una historia original contada de un modo revolucionario. Y cito a Godard porque Cameron lo ha mencionado en alguna entrevista para defender su propuesta cinematográfica de 24 mentiras por segundo. Pero no hay que confundir el genio del francés con el in-genio del canadiense; allí donde el primero crea mundos, el segundo recrea rutinariamente lo realizado por otros.
Hasta los niños de teta han señalado que Avatar es una mezcla de Pocahontas con Bailando con lobos bajo el espíritu de buen-salvaje-agresivo-con-causa de la serie de películas sobre Tarzán que protagonizó Johnny Weissmüller. Pero, y ésta es la carta escondida que juega hábilmente Cameron, no es la trama en sí lo que importa. Lo que complementa a la perfección la inflación tecnológica es la inflación ideológica maniquea y políticamente correcta; el Mal toma la forma de la avarienta especulación, dispuesta a destruir el equilbrio ecológico y especies enteras por un mineral precioso —por cierto, necesario para la supervivencia de los terráqueos—. El Bien encuentra su avatar en el bello rostro del Buen Salvaje, el pueblo Na'vi que vive en armonía simbiótica y comunicativa —literalmente— con la Naturaleza y adora a los árboles.
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