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Anna Grau
Al principio ser soldado americano y gay era una aberración, algo que no se contemplaba ni planteaba. En 1993 Bill Clinton trató de hacerlo normal y se encontró con un muro de generales y responsables del Pentágono en contra. Entonces trató de llegar a un compromiso salomónico con una ley que no permitía a una persona homosexual servir abiertamente en el Ejército, pero tampoco permitía al Ejército preguntarle por su orientación sexual. Esta ley, conocida en Estados Unidos como «don’t ask, don’t tell», tiene los días contados desde este martes, cuando el secretario de Defensa, Robert Gates, ha iniciado su desmantelamiento ante el Congreso.
La comparecencia de Gates es la primera de un jefe del Pentágono sobre este tema en diecisiete años. Junto a él se sentaba con cara de póquer el jefe de la Junta de Estado Mayor, el almirante Mike Mullen. Y detrás de ambos, el presidente Barack Obama, quien en su reciente discurso sobre el estado de la Unión dejó bien claro que quiere acabar con el «don’t ask, don’t tell» este mismo año.
Si lo consigue habrá triunfado allá donde Clinton fracasó. Algo muy caro a su corazón y también al de toda la progresía inmensamente frustrada con los viajes al centro de su presidente. Y más frustrado que nadie está el movimiento gay, embarcado en una cruzada nacional y federal para lograr el derecho a casarse. Un derecho que Obama nunca ha considerado prioritario y que ni siquiera ve claro.
El mago del «Yes, We Can» no puede ser más frío con este tema, del que se desentiende alegando escrúpulos religiosos. No se opone a celebrar uniones civiles de homosexuales y a hacer retroceder la discriminación en casi todos los ámbitos. Pero no le gusta la idea de una plena equiparación conyugal. «A lo mejor me equivoco», ha dicho. Pero por si acaso, no rectifica.
Entonces parece que se le ha ocurrido una fórmula salomónica, como a Bill Clinton. Pero si éste trató de quedar bien con los generales, Obama ha decidido sacrificarlos —en plena guerra, curiosamente— al patriotismo gay y al orgullo con que este colectivo quiere llevar el uniforme.
Activistas de largo recorrido ya se frotan las manos mientras los mandos militares se llevan las manos a la cabeza preguntando, por ejemplo, de dónde saldrá el presupuesto para hacer barracones y duchas separados para la tropa homosexual y la heterosexual. No obstante, la CNN cita fuentes del Pentágono que descartan tajantemente semejante segregación. Es más: se considera que este tipo de argumentos —más la pregunta de cuánto de más puede costar pagar pensiones de viudedad a los cónyuges de soldados homosexuales que ahora mismo pasan «perfectamente» sin ellas— son meras maniobras dilatorias de los deseos, léase órdenes, del presidente.
El alto mando no oculta que lo único que pide es un poquito más de tiempo, visto que ya no les cabe ninguna duda de que les va a tocar tragar. Y no porque la medida tenga un apoyo unánime. Un reciente sondeo, también citado por la CNN, apunta que un 48 por ciento de estadounidenses están de acuerdo con la ley actual, un 37 por ciento la rechaza porque la considera demasiado dura contra los homosexuales y un 8 por ciento también la rechaza, pero por todo lo contrario, porque la considera demasiado blanda.
Por una vez la estadística general no coincide con la particular de Obama ni con su personal agenda. Entonces la pregunta en el Pentágono ya no es si esto se aprobará o no, sino cuándo.
Visto en el blog de Fer Higueras.
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