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Eduard Punset
Hasta hace muy pocos años, nadie podía explicarse el mecanismo para saber qué hacen, piensan y sienten los demás. Lo descubrieron cuatro científicos italianos investigando en la pequeña y bellísima ciudad italiana de Parma, conocida por su buena cocina, el jamón y el queso parmesano.
Los científicos en cuestión —encabezados por Giacomo Rizzolatti— descubrieron, ni más ni menos, las llamadas neuronas espejo; unas neuronas que se activan en los monos —y, por supuesto, en los humanos— cuando vemos a otro sufrir o a una pareja emocionarse con un beso que también nos emociona. Esas neuronas nos brindaron, por primera vez en la historia de la evolución, una explicación neurofisiológica plausible de las formas complejas de interacción social. Importantísimo, de acuerdo. Pero a mí me fascinó especialmente otro descubrimiento, en apariencia menos trascendental, realizado en el curso de la misma investigación.
Resulta que cuando un primate, como el macaco, y un humano tensan el dedo pulgar y el índice de la mano derecha para tomar un caramelo, a los dos se les activan unas determinadas neuronas espejo. Perfecto. Ahora bien, fíjese en lo que le voy a decir a continuación, porque para mí aquí yace el origen del engaño y de la dicha que parece castigar unas veces y premiar otras a los humanos. Repitamos el experimento anterior, pero con una salvedad; es decir, tanto el humano como el primate repiten el mismo ejercicio del dedo pulgar y el índice simulando que recogen un caramelo, pero esta vez sin tomarlo, sino haciendo como si lo tomaran. ¿Saben qué ocurre?
Pues ocurre que en el caso del humano se activa la misma neurona, si bien en el caso del primate no se activa en absoluto. Realizar un movimiento prensil —así lo llaman en el laboratorio— en ausencia de un objeto no activa ninguna descarga en el cerebro del primate porque, sencillamente, los primates no hacen pantomimas; no saben mentirse a sí mismos ni a los demás simulando que están comiendo un caramelo cuando no lo están asiendo y menos aún comiendo.
La deducción es casi inevitable y que me corrijan mis amigos neurólogos y primatólogos si estoy equivocado. Tanto ellos como nosotros partimos de neuronas espejo muy similares, pero en el curso de la evolución las nuestras abordaron procesos cognitivos lo suficientemente complejos para permitirnos imaginar y mentir. En un momento dado de nuestro destino aprendimos a idear pantomimas, a simular que teníamos entre los dedos un caramelo cuando no había nada. Y no sólo eso, sino algo mucho más decisivo: conseguimos que los demás sintieran como si los protagonistas asieran un caramelo.
Había nacido la verdad imaginada o, si se quiere, la mentira y la capacidad, gracias a las neuronas espejo, de que los demás creyeran lo que yo estaba sugiriendo sin tener en las manos el objeto de verdad, o nada en su lugar, o el beso digital en el campo de las emociones, o el Dios imaginado en el de la religión. La magia había precedido a la ciencia y ahora esta última anunciaba la ciencia ficción.
¿Cuándo aprendimos a mentir? Probablemente, cuando hizo mucha falta. En los tiempos remotos, el entorno era extremadamente duro. Hoy sabemos que en África quedaron apenas unos miles de personas para iniciar la emigración a otros continentes. Sólo Dios sabe lo que sufrieron nuestras especies más allegadas a lo largo del último millón de años. Las cosas empezaron a cambiar para mejor cuando uno de aquellos testigos —contemplando cómo un rebaño alocado de mamuts arrasaba su valle— le dijo al otro: «¡Qué bella es la naturaleza!», cuando le soltó la primera mentira.
Visto en el el blog de Eduard Punset. En la imagen el maravilloso Sueño de la mentira y la inconstancia de Goya.
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