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Francisco Delgado
Está costando construir el estado laico, como soporte de un estado de derecho y democrático.
Artículo 16.3 de la Constitución de 1978: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Hay quienes deducen, de forma interesada, que la constitución proclama la aconfesionalidad del estado, en el intento de restar fuerza a la separación del estado de las confesiones religiosas y mantener ciertos privilegios hacia éstas y en particular hacia la católica. Aun reconociendo la —calculada— ambigüedad genérica del 16 y del 27 —por ejemplo—. El hecho de que en este mismo párrafo 16.3, la Constitución proclame «que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad y mantendrán relaciones con una determinada iglesia y con las demás» no deja de ser un principio de la libertad de asociación y de pertenencia a grupos organizados: Empresariales, sindicales, religiosos, sectoriales, etc. O a ninguno, que genéricamente proclama la Constitución y, por lo tanto, en perfecta sintonía con el establecimiento de un «estado laico». Pero es que, además, el 10.2 y el 14, son una garantía y un mandato añadido para establecer el «estado laico».
Sin embargo 31 años después de aprobada la Constitución, hay signos y evidencias que nos sitúan en la órbita de lo que se puede considerar un «estado confesional», con la coartada de que pertenecemos a la «santa tradición católica». La imposición a la fuerza de la «teocracia católica» en España durante 15 siglos, —desde el Concilio de Toledo del año 589, hasta la dictadura nacional católica que impuso el general Franco, según él: «Se es católico o no se es nada»— pesa mucho. Por ello todavía la iglesia católica mantiene enormes privilegios económicos, jurídicos, simbólicos, políticos y en materia de enseñanza, con la complicidad de una parte —cada vez más reducida— de la sociedad y lo que es aun peor de los «poderes públicos» que hacen grave dejación de mandatos constitucionales, entre ellos al artículo 9.2, del que se deduce que «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones y remover los obstáculos para que se dé la total igualdad de trato y neutralidad y se adquiera la condición de verdadera ciudadanía». Por ello, todavía sigue vigente una ley de libertad religiosa de 1980 que atenta a la neutralidad del estado en materia de convicciones y de libertad de conciencia y unos «Acuerdos con la Santa Sede», basados en el Concordato franquista de 1953, a todas luces, al margen de la Constitución.
Así, surgen polémicas, entre otras más importantes, como el de la presencia de símbolos religiosos en los espacios públicos y no se termina de dar solución política, porque el poder del lobby católico desde afuera y desde dentro de los partidos presiona con fuerza. Además de tratar de imponer una doctrina particular —la católica— al conjunto de la ciudadanía, cuando de aumentar derechos se trata, por ejemplo en materia de Eutanasia, salud sexual y reproductiva, igualdad de sexos, etc.
Esta anómala situación de neo confesionalidad del estado nos ratifica en la interpretación de que la «cultura y el sueño republicano» está más vigente que nunca y estará, muy pronto, en primera línea del debate político y social, porque forma parte del ideario de «emancipación laica».
La sociedad española se ha secularizado, la diversidad de convicciones religiosas, no religiosas y de otras muchas opciones es enorme, las personas —sobre todo entre los más jóvenes— que no se declaran católicos, ni siquiera creyentes o pertenecientes a alguna comunidad religiosa es muy grande. La convivencia de la sociedad española ante este hecho es digna de elogio, si descontamos un puñado de fanáticos católicos —y de otras confesiones— y a la propia Conferencia Episcopal. Ahora falta que los poderes públicos, en esta materia, superen la Transición con el objetivo de que —¡por fin!— nos situemos en el ideario de la Ilustración y del concepto de «ciudadanía plena». Por ello dado la enorme influencia, privilegios y poder que la iglesia católica mantiene todavía, es necesaria y urgente una Ley orgánica de libertad de conciencia y de convicciones, es decir un «marco preciso jurídico de derechos y deberes individuales y colectivos, de comportamiento y deberes de los poderes públicos», en suma, una norma que en desarrollo de la Constitución, avale la neutralidad del estado ante la diversidad de convicciones.
Visto en Europa Laica.
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